La guerra del agua

Aunque sorprenda, para las familias de Santa Rosa del Mar el agua es el bien más codiciado. Foto: Romina Elvira.

19 de Diciembre de 2013 15:53

Por Redacción 0223

PARA 0223

por Luciana Acosta

A diez minutos del centro de Mar del Plata, sobre una llanura verde del sudoeste de la ciudad en la que abundan niños y caballos, mil familias son protagonistas de una guerra silenciosa y en la que todos pelean contra todos por un único botín: el agua.

Es el barrio Santa Rosa del Mar, una pequeña población que surgió de forma espontánea y sin ningún tipo de servicios hace poco más de 15 años, cuando un primer grupo de recicladores eligió ese lugar por su proximidad con el predio de disposición final de residuos.

Pero la cercanía con el basural, fuente de trabajo del 95% de los residentes estables, les jugó una mala pasada: los fluidos que produce la montaña de desechos se escurren en la tierra y de las napas sólo obtienen un líquido turbio y con olor a podrido.

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Al barrio se llega por la avenida Jorge Newbery, luego de un desvío de casi un kilómetro a través de un camino de tierra que bordea el alambrado electrificado del country Rumencó. Allí hay una capilla, una plaza central sin nombre y un puñado de casitas distribuidas en forma desordenada.

En ese paisaje desprovisto de sala de primeros auxilios, alumbrado público, escuelas y red de gas natural, son habituales los enfrentamientos de vecinos que se disputan el agua clorada que tres veces por semana distribuye un camión cisterna de Obras Sanitarias (Osse) entre doce tanques instalados en la zona hace apenas un año. De ahí, cada familia se sirve una porción, aunque jamás es suficiente: desde Nuevo Golf, Soip y Las Heras llegan familias enteras a mendigar una parte de ese tesoro.

Cada una de esas estructuras de fibra de vidrio marrón es custodiada día y noche por los propios habitantes de la zona. Si bien tienen capacidad para almacenar mil litros de agua, que se llenen por completo depende de dos factores. Primero, que el camión llegue con la totalidad de la carga y segundo, que los caminos estén en condiciones para que puedan ingresar. Es raro que no pase cualquiera de estas dos cosas. O las dos.

El último tanque del barrio tiene el frente emparchado y es el fiel reflejo de lo que puede llegar a pasar en tiempos de escasez: una madrugada, un hombre que creyó que todos dormían lo atacó a puñaladas y huyó con el líquido preciado ―lo único que quedaba― dentro de un balde. Al descubrir el hurto, una horda de muchachos en calzoncillos salió a correrlo, pero fue imposible atraparlo. El ladrón de agua se atrincheró en su casa y afuera quedaron los otros, en calzones y a las puteadas.

―También hay algunos que tienen el tanque frente a su casa y no permiten que los demás saquen agua de ahí, te la amarretean―, dice Marta Romero, una mujer que, cansada de arrastrar bidones cargados durante varios kilómetros, se resignó a arreglárselas con lo que le da el pozo de su casa.

―Pero, ¿no hace mal consumir ese agua?

―Y sí.

―¿Qué pasa cuando la toman?

―Te salen granos en todo el cuerpo y, en el mejor de los casos, te podés agarrar una flor de gastroenteritis.

―¿Por qué corren ese riesgo?

―Tengo diez hijos, nunca me alcanzan los bidones.

Según las cifras oficiales de Obras Sanitarias, el 95% de la población del Partido de General Pueyrredon fue incorporada a la red de agua potable y cloacas. El 5% restante vive en estas condiciones.

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Hace dos semanas, cuando en los tachos de fibra de vidrio sólo quedaba un fondo de moho, la gente de Santa Rosa del Mar caminó el kilómetro que separa el poblado de la avenida Newbery y, a la altura del barrio blindado, montaron una trinchera de gomas y botellas con agua podrida para que todos vieran cómo se vive tierra adentro.

―Si molestamos a los ricos, seguro nos dan pelota―, explica Sandra Wekkesser, que ya aprendió cuál es la estrategia más adecuada para estos casos.

La protesta obligó a los funcionarios de Osse a bajar ―sí, dicen bajar― al barrio. Pero las explicaciones que ofrecieron fueron como el agua: insuficientes. Les dijeron que iban a realizar investigaciones para detectar la existencia de fuentes acuíferas y que esos trabajos demandarían por lo menos un año. Y se fueron. Y los dejaron ahí, como a los muchachos de la otra noche, sin nada y a las puteadas.