La primera mujer que entendió a Van Gogh
Por Redacción 0223
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Camilo Sánchez habla de un cuadro de Van Gogh y se conmueve. No hace falta decir qué le ocurre cuando está frente a una de las tantas obras maestras que creó. Con esa admiración a cuestas, se topó con el tema de su primera novela. ¿La vida del artista? Ya se conocía. ¿El análisis de su obra? También y, además, su conocimiento de arte es limitado. Johanna es la respuesta y la protagonista de La viuda de los Van Gogh, que combina una historia real con la representación que el autor se hace del mundo de aquel entonces, un mundo que añora.
¿Quién es Johanna? Es, tal vez, a quien hoy todos le debemos la posibilidad de conocer la obra de Vincent Van Gogh. Fue su cuñada, esposa de Théo, hermano que Vincent, que seis meses después del suicidio del genial artista se murió de tristeza. Ella tomó las riendas y logró que aquel pintor que no había vendido ni un cuadro en toda su vida sea uno de los más reconocidos de la historia.
-Pudiste abordar a Van Gogh desde otro lado. ¿Cómo lo lograste?
-Había mucho escrito y mucho filmado. Parecía que de Van Gogh había poquitas cosas para decir nuevas. Pero a la vez era una intriga y un enigma saber por qué Van Gogh muere en la pobreza, pero a los dos años y medio su obra está en la galería de moda de Amsterdam. El lugar común indicaba que por el vínculo que había tenido con Théo, que había bancado sus diez años de pintura (desde los 27 a los 37 pintó 600 obras de las cuales, 200 son obras maestras). Viajé a Nueva York para una cobertura y me entero que en una nueva versión de Cartas a Théo, que Théo se había muerto a los seis meses de tristeza. Le agarra una especie de parálisis cerebral, no puede tolerar el suicidio del hermano. Entonces, me preguntó cómo a los dos años llegó su obra a la galería de moda de Amsterdam. Cuando empecé a tirar de ese hilo me encontré que la historia estaba signada por un personaje mucho más rico de lo que yo imaginaba.
-Ahí aparece Johanna.
-Claro, una mujer de fines del siglo XIX, sufragista, feminista incipiente, que había estudiado en el museo Británico, había estado viviendo en la París de 1889, 1890, cuando se festeja el centenario de la revolución con la torre Eiffel montándose para ese evento. Una mujer despabilada, que logra sobreponerse a su propia tristeza, duelo y encono porque el marido se muere cuando tiene un bebé de un año y dos meses. Ella no entiende muy bien qué pasa. El hombre del que se había enamorado se muere porque se muere su hermano.
Los cuadros quedan en la casa que compartía con Théo en Pigalle. Ella viaja a Holanda tratando de rescatarlo y se lleva las cartas, las famosas cartas a Theo. Ella arranca por ahí y encuentra el mapeo de ruta que había dejado Van Gogh para poner su obra en movimiento, algo que Théo nunca había logrado.
Sobre esos enigmas es que trabaja el libro. Cuándo un autor es reconocido, por qué, si el propio autor puede atentar contra su obra. La intensidad de Van Gogh no era el mejor marketing para su propia obra. Tenía su potencia. Generaba calentura su obra, pasiones entre la gente del medio, pero no vendía. Vender a Van Gogh era tirar abajo todo lo que se vendía hasta el momento, es una bisagra de la pintura. El color, la influencia japonesa… En 10 años frecuenta todos los géneros para imponer el color de otra manera. Enseña a mirar.
-¿Esta opinión la tenías antes de escribir el libro o la formaste durante la investigación?
-Yo tenía cierta devoción. Primero por las Cartas a Théo. Esa es una ventaja que tuve. Yo leo ese libro a los 18, que es un libro bisagra. Te planta ante el mundo, con la rebeldía de esa edad, diciendo “estamos acá para quemar las naves, dejar todo en la cancha”. Yo tenía esa visión y sin ser un experto en plástica, pero en base a informarme los cuadros tienen ese peso. Son cosas que parecen recién hechas. Te quedás mirando un Van Gogh y la vitalidad de la pincelada te hace imaginar que el cuadro está terminado hace dos horas.
-En Nueva York descubriste la punta del ovillo. ¿Cómo siguió?
-Me tuve que quedar en Nueva York porque por un problema de nieve no salió el avión y me quede cuatro o cinco días. Me pasaba buena parte del día con esa edición de Cartas a Théo mirando los cuadros de Van Gogh en los museos. Y me quedó la semilla. Después empecé a investigar, empecé a leer libros de época del París de ese momento, me metí en el diario La Prensa dos vacaciones para recorrer el archivo desde el 29 de julio de 1889 hasta diciembre del 92, que es cuando transcurre la novela. Y tenía unas crónicas de época, se escribía con mucho tiempo. Una manera de meterme en una ensoñación de otro mundo, en donde los tiempos eran un poco más lentos.
Es un mundo que añoramos, aunque no lo hayamos vivido. Hay nostalgia de la nostalgia. Uno no vio jugar a La Máquina de River, pero tiene noción de cómo jugaba. Se vivía con más calma, con otro ritmo, y eso me gustó recuperarlo en la ficción que armé yo, no sé si era tan así.
-¿Cómo es la combinación de hechos históricos y reales con la recreación de esta época?
-Eso fue lo divertido. Me gusta la gente que no es oficinista en el diario y se convierten en poetas a las 8 de la noche. Yo tuve la suerte de trabajar con Tomás Eloy Martínez, Juan Martini o Miguel Briantes. Miguel Briantes no hacía diferencia entre una crítica de arte de Página 12 y su novela King Kong. Alberto Ure no hacía diferencia entre su crítica de teatro y las obras de teatro que después escribía. Ponían la misma calentura y la misma pasión. Ese es el chiste: agarrar un tema que te calienta y ponerle toda la carne que vos podés ponerle, el oficio y el laburo que uno arrastra. El formato que le encontré es el que más me gusta. Ciertos mojones reales y el entramado y el hilado que podés jugar a inventar. Y añadirle a la historia.
-Recibiste buenas críticas ¿Terminaste conforme?
-Recibí buenas críticas y sobre todo una que todavía no la pude digerir que es la de (Guillermo) Saccomano. Yo no lo conocía, le dejé el libro donde él daba un taller de escritura con el anhelo de que pudiera leerlo, porque me interesaba su mirada. Y empezó a mandarme mails y terminó escribiendo una gran crítica.
El libro tenía tres veces la extensión de lo publicado. Y tenía un anhelo secreto que ahora lo puedo contar: si alguien lo veía en una librería y lo abría tenía que tener “algo”. Esa era mi fantasía: que se abriera y tuviera alguna sustancia. Cuando lo entregué en octubre del año pasado sentí que estaba. No lo volví a leer.
-¿Qué significó presentarlo en Mar del Plata, tu ciudad?
-Está bueno, no lo puedo creer. Yo vine acá muchos veranos para cubrir temporadas. Lo hice dos años para el Popular, dos años para Perfil, tres o cuatro para Página, después como crítico teatral. Y ahora es muy raro. Te vas entregando y lo vas disfrutando. Yo lo presenté en Buenos Aires, en una presentación rara, en un día medio de Capussoto: a la mañana hubo una nube tóxica en Puerto Madero y a la noche una inundación tremenda. Ese día presenté el libro con 8 amigos mojados.
El único lugar donde lo quería presentar era en mi ciudad. Tengo tíos que están grandes y no se iban a poder mover hasta allá, así que estoy muy contento de estar acá.
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