Vivir y crecer en un hogar para chicos: la historia de C.

C. vivió en un hogar hasta que cumplió la mayoría de edad. Hoy tiene 27 años, está por terminar su segunda carrera universitaria y trabaja como voluntaria en el lugar donde creció. "Es duro, pero cuando un chico tiene 13 años y sigue sin encontrar familia, uno trata de que se empiece a hacer la idea de que ya no va a pasar”, reconoce.

C. y su hermana crecieron en un hogar para chicos y encontraron una familia entre sus compañeros y amigos. Foto: Alejandra Acosta / 0223

21 de Agosto de 2022 10:28

C. tenía apenas ocho años cuando, junto a su hermana doce meses más grande, comenzaron a pasar más tiempo en la calle que en la precaria vivienda que ocupaban junto a su familia en un asentamiento de San Martín, en el gran Buenos Aires. Fue en la época en la que su papá, durante un intento de robo a un banco, recibió dos disparos de parte de la policía que le impidieron volver a caminar y su mamá, harta del maltrato y de vivir con la policía sobre los talones, tomó a los dos hermanos más chiquitos y los abandonó. A C. y a su hermana le tocó la parte más difícil: cuidar al padre, ahora en silla de ruedas y con prisión domiciliaria

Hasta que un día el hombre incumplió el arresto domiciliario y lo alojaron en un penal. Si bien la madre de ambas, al enterarse de la situación, comenzó a aparecer de vez en cuando, ellas ya habían hecho de la calle su hogar. En el barrio se sabía que las nenas estaban solas y por eso se les prestaba particular atención en una institución cristiana a la que concurrían algunas veces a la semana. De hecho, fue en ese lugar en el que una psicóloga les habló de la posibilidad de ir a un hogar que tenía previsto fundar meses más tarde, pero en Mar del Plata.

Su hermana fue la primera en convencerse de que esa era la mejor salida posible para ambas, lo que provocó el enojo de la madre, que de inmediato las echó de la casa a la que a esa altura sólo iban a dormir. En poco tiempo, la adolescente logró juntar el dinero que costaba un pasaje en micro y se fue. Regresó a la ciudad de San Martín un año después, dispuesta a llevarse a C. consigo, y así lo hizo. Ambas se criaron en el hogar de la ONG Palestra, un espacio que funciona en calle Cerrito al 1200 y que desde el año 2004 asiste a niños, niñas, adolescentes y jóvenes que se encuentran en estado de vulnerabilidad. Recién en Mar del Plata, la justicia de familia intervino en su situación por primera vez.

C. hoy tiene 27 años, es docente de Educación Especial y está cursando el último tramo de una licenciatura. Vivió en el hogar hasta los 22, cuando terminó sus estudios y al año siguiente se casó. Sin embargo, siempre se mantiene cerca del lugar y de la gente con la que creció porque -dice- son su familia. “No es fácil vivir en una ciudad nueva, con gente que no conocés… A eso se suma que cuando salís de tu casa, sos el que más perdés: te quedás sin ropa, juguetes, amigos, ropa, amigos; sin nada”, reflexiona en diálogo con 0223.

Si bien C. y su hermana nunca tuvieron intenciones de vincularse con alguna familia, la joven docente reconoce que no es lo habitual en ese tipo de instituciones y que lo más doloroso era ver que los chicos crecían y que, a medida que pasaban los años, se achicaban las posibilidades de que fueran adoptados. O que se iban, pero al poco tiempo las familias que los habían llevado, los devolvían. C. fue testigo de eso infinidad de veces, incluso, dice, la mayoría de los chicos “devueltos” volvían a pasar por eso en dos o tres oportunidades.

“Eso es lo más feo, porque pierden la ilusión de que alguien los vaya a querer… Todavía hoy cuando ves a un chico de 12 ó 13 años está ahí y sigue sin encontrar familia, pensás en que lo mejor es que se empiece a hacer la idea de que ya no va a suceder”, asegura.

La vida institucional es difícil, dice C.. Ella sabe bien cómo es que no haya para comer o que la ropa que llega por medio de donaciones no sea suficiente o no le sirva a todos. O el dolor que se siente cuando llega alguien nuevo con su historia a cuestas. Como pasó ese día en el que le tocó recibir una nena de 11 años embarazada porque había sido abusada por su padre. “Cuando nació el bebé, nos pedía que se lo cuidáramos así podía ir a patinar en rollers o a jugar”, se acuerda. A eso, se le sumaba la culpa por haberse alejado de sus padres y hermanos menores, con quienes retomó el contacto en los últimos años, pero todavía le recriminan que se haya ido. 

in embargo, C. no junta resentimiento ni reniega de todo lo que debió atravesar. De hecho, casi todos los domingos al mediodía comparte la mesa con los chicos, adolescentes y jóvenes que todavía viven en el hogar. “Como cualquier familia”, explica. La misma familia que le dio el visto bueno al muchacho con el que se había puesto de novia y con quien se casó años más tarde.

Cuando terminó la secundaria, C. continuó con sus estudios superiores porque desde siempre tuvo en claro que era lo que quería hacer. También descubrió que le gustaba la danza. Después de recibirse comenzó a trabajar como voluntaria en la ONG Palestra y desde el año pasado lo hace en calidad de docente. Además de acompañar y contener a los chicos que se alojan allí, coordina un grupo de asistencia para mujeres víctimas de violencia de género, tema en el que se capacitó y que le interesa particularmente.

“Si tuviera la posibilidad de tener una familia, adoptaría a alguien grande o con alguna discapacidad. Conozco chicos que están en lista de espera desde los 5 años y hoy tienen 17 y se la pasaron toda la vida esperando que alguien los llevara. El gran proceso de ser una familia adoptiva consiste en darle una segunda oportunidad a alguien, más allá de la edad que tenga”, define.