“Yo quería ser madre, no me importaba de qué panza vinieran”

Fidela Alzorena adoptó a dos hermanitos que vivían en hogares diferentes. Ella deseaba una familia; Paul y Lucas, también. "De ellos sólo recibo amor, felicidad y agradecimiento”, dice.

Después de años de espera, Fidela cumplió su sueño: tener una familia.

21 de Agosto de 2022 10:29

Fidela Alzorena (42) es docente de Educación Especial Neurolocomotora y dice que siempre supo que quería ser mamá. En pareja durante 17 años, intentó de todo para lograrlo. Dos inseminaciones artificiales y tres in vitro sin resultados la convencieron de que la opción más factible para cumplir su deseo era la adopción. “Yo quería ser madre, no me importaba de qué panza vinieran”, sentencia. Así, decidieron anotarse en el registro de adopción. Era 2009 y en la justicia le anticiparon que había ingresado a una lista con una espera de aproximadamente ocho años. Pero antes de lo esperado, en 2013, le avisaron de la posibilidad de adoptar a tres hermanitos. 

Estaba todo listo para que los chiquitos fueran a su casa, pero un inconveniente a último momento echó todo por tierra. A Fidela, que había visitado a los hermanos durante casi nueve meses en el hogar en el que vivían, los había acompañado a la escuela y hasta llevado a jugar a la plaza, la desilusión la partió al medio. De hecho, terminó internada con ataques de pánico y taquicardia. Pero 48 horas más tarde, ya de alta, se volvió a presentar en el Juzgado de Familia para abrir una carpeta de adopción, esta vez, sola. 

En octubre del 2015 la aprobaron en el registro de adopción monoparental y recién el 28 de abril de 2018 recibió ese llamado que, dice, “te paraliza el corazón”, y a través del que le avisaron que habían visto su legajo y que existía la posibilidad de que conociera a un chiquito. Si bien de esta manera se dio comienzo a la vinculación, Fidela no conoció la carita de Paul hasta el 28 de julio de ese mismo año. “Tenía los ojitos tristes, con miedo y expectativas por saber quién era yo y qué hacía en ese lugar”, dice. Paul tenía seis años, estaba alojado en un hogar de Balcarce y, si bien hablaba poco, consiguió transmitirle a Fidela su deseo de vivir en una casa con patio y en el que hubiera un televisor para ver los dibujitos, porque el que había allí siempre lo acaparaban los más grandes.

Los viajes de Mar del Plata a Balcarce y los encuentros semanales hicieron crecer el vínculo entre Fidela y el chiquito. Fue en una de esas visitas que Paul le contó que tenía un hermano, un bebé que estaba en otro hogar, en Batán.

"Te prometo que me voy a portar bien", le dijo Paul cuando Fidela lo fue a buscar para llevarlo a su casa.

Durante los primeros días de septiembre de 2018, Fidela, por fin, pudo llevar a Paul a su casa. Los preparativos previos casi no la dejaron dormir: llenó la heladera de postrecitos, hamburguesas y helados; revisó hasta el último detalle de la habitación que había decorado y se fijó en que no faltara nada. Cuando llegó, Paul no podía creer que “todo eso” fuera para él; incluso, la propia Fidela, a quien le tomó la mano durante todas las noches que durmieron juntos, temeroso de que al despertar ella ya no estuviera a su lado. 

Ese miedo a que todo “lo lindo” se terminara de un momento a otro se profundizaba cada vez que el chiquito volvía al hogar y se debía a que sus compañeros más grandes -más con intención de protegerlo que de lastimarlo- le advertían que disfrutara porque era probable que esa mujer que llevaba tantas semanas visitándolo, un día no volviera más. Hasta que el primero de octubre, cuando los dos salieron tomados de la mano del hogar, ella le pudo demostrar con hechos que había cumplido con su palabra: de ahí se iban juntos. Paul, por su parte, le prometía que “se iba a portar bien”.

Lo que siguieron fueron días de compartir juegos, siestas, dibujitos y horas inventando alguna receta en la cocina. También, de visitas de abuelos, tíos y amigos que iban a conocer al nuevo integrante de la familia. Pero ni aún la enorme cantidad de juguetes y otros regalos que recibió le hicieron olvidar a Paul que todavía faltaba algo: Lucas, su hermanito, seguía institucionalizado.

Fidela tampoco lo había olvidado. Es más, había comenzado con todas las gestiones para que los hermanos volvieran a reunirse apenas Paul le confió la existencia del chiquito, que entonces tenía dos años y medio; y la vinculación con el tercer integrante de la familia empezó a fines de diciembre del 2018. 

Después de una noche en vela y antes de que fueran a Batán a visitar al pequeño, Paul le contó a "Fide-ma-seño" -los apodos que fue alternando hasta llamarla definitivamente ‘mamá’- su peor pesadilla: que Lucas no lo reconociera o, peor, que no le perdonara que lo hubiera abandonado. Pero todos esos fantasmas se terminaron apenas los hermanos se reencontraron: el más pequeño -“un gordito cachetón, hermoso”, lo describe Fidela- se arrojó a los brazos del mayor. 

Para la siguiente visita, Paul llenó su mochila de snacks y juguetes para su hermanito y, en un momento, lo asaltó una nueva preocupación: hacía falta comprar otra almohada para Lucas que -ya estaba claro-, en poco tiempo se sumaría a la cama grande que en la que ya dormían él y Fide. Sin embargo, a Fidela no la sorprendió tanto la ocurrencia del nene como el hecho de cómo había iniciado el planteo; con un monosílabo pronunciado con naturalidad, sin filtros, con un sentimiento genuino: “má”.  “Mi cuerpo me decía: ‘me dijo má, quiero gritar’, pero me hice la fuerte y no dije nada. Desde ese día no volvió a llamarme de otra forma”, dice Fidela.

Luego de pasar la primera Navidad juntos, madre e hijo recibieron el 28 de diciembre a Lucas, con el compromiso de llevarlo de regreso el 2 de enero de 2019. “Yo estaba tan feliz… El enano no caminaba y usaba pañales, era un bebote con carita de susto. Fue el mejor primer año de mi vida”, relata la mujer, que asegura no haber dormido esa noche, la primera en la que durmió abrazada a los chicos y en la que no podía dejar de observarlos.

Paul y Lucas estaban alojados en distintos hogares y Fidela hizo todo lo posible por volver a reunirlos, esta vez, para siempre.

Un cuadro de fiebre y la sugerencia del pediatra que lo atendió de dejarlo en reposo postergó la vuelta de Lucas al hogar. La fiebre, al final de cuentas, sirvió para acelerar los pasos previstos en el proceso de vinculación: el chiquito se quedó para siempre junto a su nueva familia. El mismo impacto tuvo en cuanto a su desarrollo, ya que una semana más tarde Lucas dio sus primeros pasos y comenzó a decir algunas palabras sencillas. ¿La primera? .

“Sus aspectos, sus miradas cambiaron por completo. Pasar las 24 horas juntos nos hizo compartir frustraciones, alegrías y permitieron que, de a poco, tuvieran menos pesadillas, muy frecuentes al principio. Con terapias fonoaudiológica y psicológica y, sobre todo, mucho amor y paciencia, lograron hablar con fluidez y expresar sus sentimientos. Gracias al encierro por la pandemia pudimos aprender a ser mamá e hijos; nos convertimos en un trío inseparable, al que ahora se sumó un hombre que nos ama y nos cuida y al que ellos le llaman papá. Ellos saben la verdad de todo y siempre les hablo con amor, lo más claro posible. De ellos sólo recibo amor, felicidad y agradecimiento”, dice. 

Fidela todavía está a la espera de que la justicia de familia dicte sentencia para obtener la tenencia definitiva de sus hijos. Y aunque muchas veces, dice, sintió que la burocracia empujaba el futuro de esa familia que tanto había anhelado al borde del abismo, todos los días los vive como si fuera el primero de esta etapa que comenzó hace más de cuatro años atrás. Al menos, ahora, los tiene a ellos.