El dolor de la guerra eterna: la historia de Edgardo Acosta, mi papá

Para mi papá, la guerra empezaba, invariablemente, cada 3 de abril. Ese día, pero de 1982, el buque de la Armada en el que navegaba para tomar el control de las Islas Georgias y Sándwich del Sur, entró en combate. Ese día, delante suyo, el fuego inglés mató al cabo Patricio Guanca, un compañero que lloró hasta el final de su vida.

2 de Abril de 2022 08:05

Desde que tengo memoria, todos los años a fines de marzo mi papá entraba en un estado de silencio absoluto que se extendía durante varias semanas hasta que, en algún momento, la vida familiar volvía a la normalidad. Tendría seis años la primera vez que escuché que había ido a la guerra y, si bien nadie me lo dijo, supongo que intuí que tampoco debía preguntar: en casa, había cosas de las no se hablaban. 

Vivíamos en Ushuaia, Tierra del Fuego, en donde la cercanía con esa porción de tierra reclamada hacía que la causa Malvinas siempre estuviera en el aire. En el colegio tenía algunos compañeros cuyos padres habían combatido en Malvinas; incluso, uno era sobreviviente del Crucero ARA Belgrano. Pero, entre nosotros, los chicos, jamás fue un tema de conversación. Ahora, pienso, probablemente en las demás casas sucedía lo mismo que en la mía y no se me ocurre una mejor imagen para graficar hasta qué punto llegó lo que más tarde se llamó “proceso de desmalvinización”.

Mi papá se llamaba Edgardo Acosta, era cabo primero de la Marina, tenía 21 años y estaba de novio con mi mamá, una estudiante de 17 años, a la que el 26 de marzo de 1982 llamó para pedirle que le comprara una afeitadora porque su buque iba a zarpar en cuestión de horas. Le dijo que no sabía nada más, que estaba bien y cortó. Aunque ella estaba al tanto de que la corbeta ARA Guerrico -un buque misilístico de origen francés que había incorporado la Armada en 1978- se encontraba desmantelada y en reparaciones en la Base Naval de Puerto Belgrano, igual se apuró a llevarle la máquina de afeitar.

Lo que ocurrió después lo reconstruimos entre las dos, cuarenta años más tarde, una mañana de marzo en la que compartimos un café, revisamos las notas que él dejó junto a los papeles de su maletín y miramos las fotos que había sacado desde el mar y que conservamos digitalizadas en un pendrive. Una mañana en la que me enteré, por ejemplo, que si mi papá se ocupaba de que en nuestra mesa no faltara nunca el pan fresco era porque se había asqueado de comer migas de pan viejo dentro el té o el café con leche durante los días de guerra. 

Un registro fotográfico en plena guerra de Malvinas. Foto: archivo familiar

En esos apuntes escritos de puño y letra por mi viejo y que muchos años después circularon entre otros veteranos para que cada uno hiciera su aporte, hay un relato pormenorizado de esa parte de la historia que él jamás pudo contarnos a nosotras, su familia. Están llenos de tecnicismos y de nombres de islas, caletas y bahías que al principio me cuestan localizar en el mapa, pero que ahora, después de reelerlos casi obsesivamente, no me resultan extraños.   

Dice ahí que ese 26 de marzo -el día de la afeitadora-, rearmaron el barco, se cargaron víveres y la tripulación fue convocada para salir a navegar “en el menor tiempo posible”. Al día siguiente embarcaron cuarenta hombres que debían ser transferidos al buque polar ARA Bahía Paraíso, en inmediaciones de las Islas Georgias del Sur. 

El buque, con mi papá a bordo, salió al mar el 29 de ese mismo mes con la orden de desplazarse de “forma sigilosa” para evitar ser “detectado o avistado”.

La misión de la corbeta Guerrico -lo sabrían recién en altamar, ya en el Atlántico sur- era tomar el control de Grytviken, en las Islas Georgias y Sándwich del Sur, justo al mismo tiempo en el que otras facciones de la Armada Argentina hacían lo propio sobre Malvinas. Es decir, mi papá se enteró que iba a una guerra cuando el estallido de conflicto era inminente. Sin embargo, un fuerte temporal demoró el arribo, que recién se dio con las primeras luces del 3 de abril. 

Tras tomar contacto con el ARA Bahía Paraíso, que se desplazaba en inmediaciones de la bahía Cumberland, advirtieron la presencia de tropas inglesas en tierra y, para evitar que atacaran a los soldados argentinos que ya habían desembarcado previamente, se resolvió realizar una maniobra que en los libros de historia quedó marcada como heroica: en medio de la balacera, continuaron hacia el interior de la caleta para atraer la atención del fuego enemigo. 

Entonces, ocurrió el desastre: desde la corbeta se buscó repeler el ataque inglés pero la ametralladora de 20 milímetros se trabó, el cañón de 40 milímetros quedó inoperable luego de unos pocos disparos y la misma suerte corrió el de 100 milímetros. Ante la imposibilidad de autodefensa y para evitar daños más graves, el ARA Guerrico tomó la salida de la caleta a toda velocidad y fue atacado por el otro costado. Se llegaron a contabilizar más de 300 perforaciones, por lo que, por lo bajo, durante mucho tiempo se la llamó “la Traviata”, en analogía a la galletita de agua. En la operación murió, junto a otros dos hombres, el cabo Patricio Guanca, apuntador de dirección del cañón de 40 milímetros, y hubo una decena de heridos. 

Edgardo Acosta tenía 21 años cuando fue a la guerra, pero se enteró cuando ya estaba cerca de la zona del conflicto. Fotos: archivo familiar

El nombre de Guanca lo escuché en la boca de mi papá casi treinta años después del inicio de la guerra, una vez que lo acompañé a una charla que fue a dar con otros compañeros a una escuela de Mar del Plata. Apenas lo pronunció se quebró frente a un montón de chicos de primaria y eso mismo iba a ocurrir en el futuro: en todas las ceremonias de las que participara, mi papá volvería a llorar con desconsuelo cada vez que recordara a su compañero abatido. La versión de los hechos que aporta mi mamá le da sentido a todo: al salteño Guanca lo mataron delante suyo

Por eso, para mi viejo, la guerra empezaba invariablemente cada 3 de abril cerca de las tres de la tarde, momento en el que había visto a la muerte bien de cerca. A esa hora, todos los años, se encerraba en su habitación y se tapaba los oídos con las manos para tratar de espantar el recuerdo de los bombardeos que todavía le retumbaban en la cabeza. “Me decía: ‘Ya empezaron a atacarnos, no sabés qué fuerte se escucha'”, dice mamá. 

-¿Y vos qué hacías?

-Lo abrazaba lo más fuerte que podía.

-¿Siempre fue así?

-Siempre. Tu papá llevó hasta el último día de su vida la tristeza de la guerra.

Patricio Guanca tenía 24 años cuando el fuego inglés lo mató, apenas unas horas después de que el buque en el que estaba había entrado en combate.  

Mi papá conoció a las tres hermanas de Guanca recién en 2014, durante uno de esos encuentros que se habían empezado a organizar entre veteranos de todo el país, dispuestos a terminar con tanto tiempo de silencio. Las fue a visitar a Cerrillos, una localidad ubicada a 16 kilómetros de Salta capital, en donde descansan los restos de ese compañero que nunca olvidó. Allí, en donde al primer soldado caído de la provincia se lo recuerda con honores, todavía viven las tres mujeres, a quienes logro contactar gracias a Gustavo, el hijo de una de ellas. Le mando un mensaje por WhatsApp, le digo quién soy, acordamos hacer una videollamada y nos vemos un sábado en el que las tres pueden reunirse en una casa. 

No sé muy bien qué voy a decirles, pero la llamada ya está en curso. En la pantalla aparecen las tres sentadas en un sillón, una al lado de la otra. Ahí están Rosa (63), Ana (66) y Amelia (69), que me miran entre intrigadas y conmovidas. Hablan de mi parecido con mi papá -Don Acosta, le dicen- y yo también puedo encontrar similitudes entre sus rasgos y las fotos que vi de Patricio. Les digo que quería conocerlas, que mi padre siempre recordaba a su hermano y que su muerte lo había marcado de por vida. Ellas me cuentan que él se los dijo cuando las fue a ver. Que, como pudo, le habló del tiempo compartido con Guanca, ese cabo de 24 años que se había ido a Buenos Aires a buscar un futuro en la Armada; una alternativa al trabajo duro del campo al que estaba destinada toda su familia. “Nosotras queríamos saber cómo había sido todo pero él no podía contarnos demasiado. Hablaba un rato, después se iba a caminar y a fumar, y cuando volvía trataba de decirnos algo más. Fue muy difícil para todos”, recuerdan. 

Amelia, Ana y Rosa, hermanas de Patricio Guanca, viven en Salta, en donde su hermano es recordado con honores. 

Amelia trata de disimular las lágrimas con el revés de sus manos; las otras le dan ánimo, la abrazan. Es que, dice, ella fue la que recibió la noticia de la muerte de su hermano, la madrugada del 4 de abril de 1982. Fue cuando, después de preguntar entre los vecinos, un oficial llegó hasta su casa y le anunció la tragedia. Pero no le creyó y, en cambio, pasó toda la noche esperando que en la radio dijeran algo o que el diario de la mañana trajera alguna certeza. El telegrama oficial llegó recién a las ocho de la mañana. Sin coraje para avisarles a sus padres, caminó por el barrio durante horas y esperó a que otro familiar lo hiciera por ella. La mamá de Patricio jamás pudo superarlo y murió esperando que su hijo menor -Pepe, le decía- regresara a casa. 

Después me cuentan que todos los años las llaman para participar de los distintos actos en recuerdo de su hermano, que hay una escuela con su nombre y también un busto en una plaza. Que se reúnen con otros familiares y veteranos y que, como pueden, buscan sonsacarle detalles de cómo transcurrieron los últimos instantes de Patricio. Porque, aunque ya es más el tiempo que llevan sin él que el compartido, a estas tres mujeres, hoy ya abuelas, Pepe les hace falta como el primer día.

Antes de cortar la comunicación, intercambiamos direcciones y prometemos visitarnos alguna vez. Me dicen que jamás van a olvidar a Don Acosta y yo se los retribuyo: les digo que tampoco lo haré con el nombre de su hermano, porque, de hecho, mi papá, a su manera, hace tiempo lo dejó inscripto en la memoria de mi familia.

Dos condecoraciones, el único patrimonio de mi papá.

Aunque fue tardío, mi papá llegó a sentir el reconocimiento de la sociedad por la actuación que tuvieron en la recuperación de Malvinas y ese otro puñado de islas ubicadas en el extremo del continente. Decía que su único patrimonio eran las condecoraciones que había recibido y llevaba con orgullo en su saco negro. Dos medallas que desde que él murió, en 2016, conservó mi mamá en una cajita de madera y que, ahora, después de que pudiéramos hablar por primera vez de papá y la guerra, están conmigo. Dos medallas que nos pertenecen a mis hermanas y a mí, y que luego serán herencia de mis sobrinos y mi hija. 

Para recordarlo y para recordar en su nombre a los que no volvieron. O a los que volvieron pero no pudieron sobrevivir con la tragedia en el cuerpo. 

Para no olvidar que no hay nada que justifique siquiera poner en riesgo una sola vida humana.

Para que nada haya sido en vano. 

Se los debemos.