Sobre la muerte de Alfonsina Storni

Pese a cualquier versión de su suicido, el talento de Alfonsina Storni no es un invento de la tragedia.

10 de Marzo de 2013 09:41

Por Redacción 0223

PARA 0223

por Agustín Marangoni

Refutar un mito es engorroso y poco saludable. Las ciudades son su pasado, sus leyendas, sus imposibles, sus exageraciones. Sin embargo, es interesante bajar al desván de la historia para desempolvar versiones ocultas, a pesar de que sean menos románticas que la voz que corrió de boca en boca durante décadas.

Dice el relato popular que Alfonsina Storni había acordado morir junto con el escritor  Leopoldo Lugones, amigo íntimo que se envenenó en 1937. Pero a último momento desistió. En octubre de 1938, la escritora, abrumada por una profunda tristeza fruto de la pérdida de un amor, e inspirada por la decisión de su amigo, se dirigió hacia la playa y se internó caminando en el mar hasta que las olas le cortaron la respiración. La imagen creada es la de una poetisa destruida por la angustia que se dirige a la muerte, vacilante. Probablemente la canción Alfonsina y el mar escrita por Ariel Ramírez y Félix Luna haya colaborado a diseñar esa versión romántica de su suicidio. 

El cuadro fue muy distinto. La noche del martes 25 de octubre de 1938 Alfonsina concretó un plan que estaba fraguando hace largos meses. Mediante una intervención quirúrgica, a la que tuvo que someterse en 1935 para combatir un cáncer, le amputaron un seno. A pesar de que la cirugía sirvió para combatir en parte la enfermedad, la poetisa nunca se recuperó de aquella agresión, sentía que su cuerpo había sido mutilado, se reconocía incompleta, lo cual la hundió en una tremenda depresión que la acompañó los últimos años de su vida. También soportaba dolores agudos que sólo las dosis de morfina que se aplicaba diariamente eran capaz de calmar. Y sufría de neurastenia.

La ciudad elegida para terminar con su vida fue Mar del Plata, aunque ya había intentado suicidarse en el Río de la Plata y en el Tigre. No pudo por cuestiones del azar: una persona que la reconoció y se acercó a hablarle. Acorde al comportamiento de la mayoría de los suicidas, sentada en el escritorio de su habitación escribió una nota temblorosa en tinta roja que decía Me arrojo al mar. Dos días antes había garabateado su famoso poema Voy a dormir, dedicado a su hijo, para las páginas del diario La Nación. Estos versos sirvieron como carta de despedida. Un dato curioso es que el lunes 24 por la mañana había querido comprar un revolver, pero no se lo vendieron porque, de acuerdo con una reglamentación de la época, las mujeres no podían portar armas de fuego. 

A la una de la mañana del martes salió a la calle en el más absoluto silencio. Nadie la vio partir. Ella estaba hospedada en el Hotel San Jacinto, ubicado en 3 de Febrero 2861, propiedad de Luisa Orioli de Pizzigati –donde ubicaron la placa–. A paso lento avanzó por las calles polvorientas hasta llegar a la escollera del Club Argentino de Mujeres, que en aquel momento se elevaba sobre el mar en una extensión de 200 metros, exactamente donde hoy se encuentran las playas que llevan su nombre. Uno de sus zapatos quedó atrapado entre los fierros antes de saltar al agua.

Durante el trayecto pudo haberse arrepentido mil veces, pero no: la decisión ya estaba tomada. Sus pies avanzaron impávidos en la noche marplatense; atravesó el espigón y se lanzó al mar donde llenó –inhalando sumergida– sus pulmones de agua. En menos de tres minutos murió asfixiada. 

La muerte fue premeditada, es evidente, y su metodología también. Según explican las principales enciclopedias médicas, sin oxígeno el daño cerebral permanente se puede presentar en 4 minutos, pero ya a los 40 segundos los centros nerviosos se paralizan y se pierde el conocimiento. El tema principal en este caso es que la asfixia también produce una sensación corporal placentera. El Marqués de Sade, por ejemplo, utilizaba este recurso dentro de los tantos juegos extremos a los que sometía a sus personajes para acrecentar el placer sexual. Además está clínicamente comprobado que los ahorcados presentan siempre post-mortem una cantidad importante de semen en la uretra, e incluso pueden llegar a eyacular en pleno estado de inconsciencia. Es decir, la muerte de Alfonsina Storni, más allá de la tragedia de su suicidio, no fue tan dolorosa como se la imagina.

El cadáver de la escritora fue encontrado por los obreros Atilio Pierini y Oscar Parisi postrado en la orilla, azul por el frío y salpicado con arena. Llevaba horas humedecido por el mar de octubre. La Nación tituló al día siguiente “Ha muerto trágicamente Alfonsina Storni, gran poetisa de América”. Y el mito comenzó a crecer.

Entre las líneas de sus poemas aparecieron pinceladas de romanticismo nunca antes vistas, fue así que su obra tomó un nuevo camino. El modo de darle fin a una vida, supuestamente aplastada por la angustia de un desamor, había sacudido el ámbito de las letras argentinas.

Pese a cualquier versión de su suicido, el talento de Alfonsina Storni no es un invento de la tragedia. Su obra máxima, Ocre, fue un punto de inflexión en la literatura argentina. Aún hay quienes niegan que haya tenido tanta importancia dentro del movimiento feminista y que sus versos sean tan geniales como la crítica de aquellos años consideraba. Pero en cada rincón del mundo hay un refutador a la espera de mostrar sus colmillos. Lo mejor, tal vez, es escuchar el tintineo de todas las campanas y recién luego elegir uno. Como este relato de su suicidio, que perfectamente puede quedar en el olvido. Es probable que la historia de amor sea más conveniente. Y fantásticamente real.

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