Alabado sea el Gauchito Gil
El culto a Antonio Gil se expandió por todo Mar del Plata. Hay santuarios en casi todos los barrios. Historias de devotos, policías, curas, artistas, vecinos e investigadores.
Las palabras y el tiempo tejen historias, a veces poco precisas. Lo único que no está en duda es eso que le robaba a los ricos para darle a los pobres, aunque hay quienes prefieren decir que recuperaba para los pobres lo que los ricos les habían quitado. Gaucho justiciero, de facón astuto y boca cerrada. Fue en 1850 aproximadamente, el enfrentamiento entre unitarios y federales estaba en el pico de violencia, los grupos armados irrumpían a bala y cuchillo en las estancias para arrasar con todo. No había reparos: mataban el ganado, violaban a las mujeres y torturaban a la peonada. Cuando no quedaban vivos ni los perros se emborrachaban hasta desmayarse. Los federales litoraleños, después de la caída de Rosas, se dividieron en Rojos –autonomistas– y Celestes –liberales–. Antonio Gil había sido reclutado por los celestes del coronel Juan de la Cruz Zalazar, hombre severo que llevaba a su tropa hambrienta y bien predispuesta a dar muerte.
Fue una mañana en una estancia cerca de Goya. Zalazar y los suyos masacraron a una familia que mantenía relación política con Urquiza. Antonio se quedó afuera. Se dice que la noche anterior se le había presentado en sueños Ñandeyara, el mismísimo Dios guaraní, para pedirle que no derramara sangre de sus propios hermanos. Zalazar lo miraba desde adentro mientras una parte del grupo daba vuelta el casco en busca de caña y algo de pan. Los cuerpos estaban desparramados al lado de la puerta y en la galería, todavía tibios. No habían llegado a defenderse. Y las mujeres, encerradas con los soldados en una habitación. Antonio estaba de pie junto a un árbol, en silencio, con la mirada perdida en la tierra. Antonio era bravo, el más bravo, además obedecía sin chistar, soldado ejemplar, su desempeño en la guerra de la Triple Alianza había sido notable. Pero esa mañana estaba distinto.
***
En el barrio El Progreso, hacia el suroeste de Mar del Plata, hay al menos quince santuarios. Son cajas construidas con ladrillo hueco –en el mejor de la casos– y pedazos de plástico viejo para el techo, reglamentariamente pintados de rojo. A los costados cuelgan pedazos de tela roja gastada, parecen banderas que mueren despacio. Adentro hay flores, botellas de vino, velas deformadas por el fuego, colillas y, tal vez, una imagen del Gauchito. El Progreso se inunda, las imágenes de yeso se ablandan y se parten; las que sobreviven parece que fueron masticadas, se les borra la pintura y se les caen pedazos. A veces la cara. A veces las piernas.
– Cada tanto aparecen trapos nuevos, envases de cerveza y tucas. Son los chorros. Le vienen a agradecer cuando se mandaron una que les salió bien. Nosotros ya sabemos, los vemos todos los días.
Alejandra tiene el pelo oscuro y lacio, lo lleva atado, bien tirante. Trabaja en una panadería del barrio. Como si fuera un secreto, reconoce que abajo de la caja registradora tiene escondida una estampita del Gauchito. Todas las mañanas, cerca de las ocho, cuando entra a trabajar, le pide que la proteja y la ayude con las ventas. Reza en un murmullo antes de atender al primer cliente. Está convencida de que el Gauchito cuida a todos por igual.
– Acá en el barrio todos le rezamos. Algunos nos escondemos, otros hacen un santuario, otros ponen la imagen en la puerta de la casa para que los chorros no entren. Rezamos porque tenemos miedo.
– ¿Miedo a qué?
– Tenemos miedo que nos saquen lo nuestro.
Dice Alejandra que algunos santuarios se construyen para que los vecinos dejen de tirar basura en las esquinas. Se ve que el Gauchito mete respeto. Pero también hay versiones que aseguran que se construyen para usurpar terrenos. De a poco van apareciendo trapos rojos, después los ladrillos, después el techo, después una imagen. Cuando más o menos tiene forma de santuario, los fieles se ocupan de hacerlo crecer. Si el dueño se descuida en poco tiempo tiene el lote arrasado por velas y flores. El santuario de Echeverría y Vértiz, por ejemplo, comenzó con un pañuelo rojo atado a un alambre. En menos de un mes se expandió más de diez metros cuadrados. Y sigue creciendo.
– Esto hay que volarlo todo a la mierda– dice un vecino que pasa apurado.
– ¿Por qué? ¿Qué pasó?
El vecino me mira, se muerde el labio inferior y sigue su camino. A los pocos metros grita en voz baja.
– Esa mierda la construyen los chorros, flaco. Hay que volarlo todo. Son los chorros que marcan territorio.
Hay mucha moto en el barrio. Dos pibes. O un pibe y una piba. Siempre van de a dos. Se hablan a los gritos por encima del ruido de los motores. Van y vuelven despacio por las calles asfaltadas. Algunas motos tienen música y luces azules. Son motos chicas, de cien centímetros cúbicos. Cada vez que pasan por adelante de un santuario tocan bocina. La bocina de esas motos es un silbido afónico que se pierde entre los tanques de agua chorreados de gris, los terrenos baldíos y los cables de luz que dibujan panzas gigantes, casi tocan las veredas de tierra. Hace más de cinco años que los vecinos piden solución para el problema de las inundaciones, también piden luminarias y asfalto. Las luminarias están, dicen, pero dejaron de funcionar, los focos se queman y no hay personal municipal para realizar las tareas de mantenimiento. Las ventanas que no tienen rejas están tapiadas con alambre tejido. Los taxis no entran de noche. Se ve muy poco de progreso en el barrio El progreso.
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Alguien, un soldado, le gritó a garganta partida desde el casco de la estancia invitándolo a que se sumara. Antonio sabía que Zalazar tenía la bendición del gobernador y que la policía nunca castigaría a nadie, ni por la matanza ni por las violaciones ni por los destrozos. Ni por esa estancia ni por ninguna de las anteriores. El soldado estaba meta gritar. Antonio no levantó la vista, se ajustó el facón y las boleadoras, montó su tordillo y al trote ganó el campo. El coronel lo siguió con la mirada hasta que su figura se deshizo en el paisaje. Desertor y cobarde, dijo en un susurro. Era bien temprano. El sol explotaba el cielo.
***
Adentro, unas ochocientas personas –algunas más algunas menos– se empujan esperando que los Kapanga aparezcan en el escenario. Afuera es de noche y hay neblina. La puerta de los camarines de GAP está a un costado, sobre la izquierda. Primero, un patio mínimo y un foco que ilumina lo justo para no tropezarse con los escalones. Ahí está parado El Mono, un cigarrillo en una mano, un vaso de Gatorade en la otra. Sonríe. El Mono siempre sonríe. Se le marcan tres rayitas al costado de los ojos y de los labios. Sonríe con toda la cara, es su gesto natural.
– ¿Cuándo empezó tu devoción por el Gauchito?
– Cuando empecé a viajar. Uno de los primeros que me llevó en un micro de gira, el Pipa, que es un histórico chofer del rock, me contó la historia. Un día salimos y a los pocos kilómetros paró en un santuario. Yo pensé que el micro tenía un desperfecto o algo. Ahí me explicó que paraba a saludar al Gauchito. Y yo bajé con él, lo acompañé. Cuando subimos al micro me contó la historia. Y ahí empecé a quererlo.
– ¿Hace cuánto fue esto?
– Ponele quince años.
– ¿Tenés educación cristiana?
– Sí, pero lo mío es netamente pagano. No sé si soy agnóstico. No sé cómo se dice. Creo en el Gauchito, y es algo cercano al trastorno obsesivo compulsivo. No puedo conciliar el sueño si no freno en algún santuario cuando salgo de gira.
– ¿Frenás en todos los que ves en la ruta?
– ¡No! (risas). En uno solo. Salimos, si hay alguno estipulado, paramos ahí. Y si no, aguantamos los trapos manejando. Hasta que no paramos en alguno no me voy a dormir. Las veces que no paramos siempre algo pasó. La última vez nos dejó, pero como siempre nos dejó a medias. No habíamos podido frenar en ningún santuario. Y el micro se paró, pero se paró exactamente abajo de una luz en el medio de la ruta. La única que había. El chofer pudo arreglar el desperfecto porque veía. Y seguimos. Era una manguera. Y ni bien apareció un Gauchito frenamos todos a agradecer. Porque estos boludos no se dan cuenta [dice y señala al resto de la banda], no me hacen caso y es posta.
– ¿Le hacés promesas?
– No, no soy de prometer. Ni de pedir. Agradezco solamente. En un par de ocasiones pedí pero no quiero pecar de pesado. En algún punto es una cábala. Yo me siento protegido si voy, le dejo unas monedas, un pucho y me llevo una cintita que son las que me pongo.
El Mono se remanga el buzo, me muestra la muñeca repleta de cintitas rojas deshilachadas y un tatuaje del Gauchito. También me cuenta que se lleva imágenes de los santuarios, las cambia por las que pone al lado del parabrisa del micro de gira, lo más cerca posible del chofer.
– Les damos salida a algunas, a veces porque se rompen. Las que hacen ahora son de goma o de resina, por suerte. Las de yeso eran un problema.
– ¿Cuándo le pediste al Gauchito te cumplió?
– Sí, pero creo que la medicina se equivocó. Pedí por la salud de mi vieja. Justo fuimos a visitar al gaucho porque tocábamos en Corrientes. Hicimos la visita obligatoria a Mercedes y cuando volví mi vieja se había hecho los estudios y no tenía nada. O sea, se habían equivocado de entrada. No lo quiero asociar a que el gaucho la curó. Si no, empezás a aferrarte todo el tiempo a estas cosas.
– ¿Creés en Dios?
– Yo no le pido a Dios, ni lo nombro mucho. Mirá que estoy bautizado y fui a colegio católico. Hasta confirmado estoy. De grande uno va cambiando. Y hoy con la información que tenemos, pasaron los años y te digo que para mí la biblia es medio Lanata. Tengo una visión diferente a la que me inculcaron acerca del cristianismo y del catolicismo. No le tomé bronca, pero dejé de creer en todo eso.
– ¿Por qué creés que el Gauchito tiene tanta fuerza en los sectores humildes?
– Creo principalmente porque el mismo cristianismo se encargó de que la gente se aleje del culto. Hoy ves un renacimiento de la iglesia porque el Papa es argentino. Pero hasta hace unos años no pasaba nada. Yo no veo mucha juventud en la iglesia. Paso por una iglesia y veo gente de sesenta, setenta y ochenta. Sólo con la virgen de Luján veo devoción de jóvenes. Después, el mismo cristianismo, con todas las cagadas que se mandó, perdió credibilidad. Por eso hay mucha gente que dejó de ir, ya no necesita dejar una limosna para pedir ayuda. Supuestamente Jesús decía que a él lo vas a encontrar en cualquier lado, atrás de cualquier piedra. Y sin embargo te hacen ir a un casa hecha para él donde todo reluce. Yo no le creo a eso. Mucha gente dejó de creer.
– Vos viajás por todo el país. ¿Ves que el culto al Gauchito creció?
– Hace muchos años que vengo a Mar del Plata. Y el único altar que había estaba en el kilómetro 150 de la Ruta 2. En los últimos diez años aparecieron, por lo menos, cincuenta altares. Chiquitos, grandes, medianos. Vamos con la bocina ronca de tocar durante el viaje.
– ¿Creés en San la Muerte?
– No curto a San la Muerte. Tengo una estampita pero no lo curto.
– ¿En lo artístico tenés presente al Gauchito también?
– Sí, todo el tiempo. Desde hace muchos años termino cada show con la misma frase [“Sean felices, tengan buena vida y que el Gauchito Gil los acompañe”]. Es mi forma de agradecer.
– ¿Y en algún punto le adjudicas al Gauchito que Kapanga haya crecido tanto?
– En algunos momentos pienso que tengo esa compañía. Me siento seguro.
– Contame una historia, una que te haya quedado grabada...
– Te cuento la última, hace quince días. Salimos en un velero con unos amigos, cruzamos a Colonia, Uruguay. Es un viaje de cinco horas a vela. Ese día no había viento, íbamos con el motor a fondo y en eso, paf, se muere el motor. Le dimos al arranque hasta que nos cansamos. Todos con el brazo matado. Listo, dijimos, abandonamos. Estábamos varados a mitad de camino, sin viento. No íbamos ni para adelante ni para atrás. Adentro mío pensaba: ando por todos lados, no me puedo quedar en el medio de un río. Gaucho, dale boludo, dale, te pido esta, esta sola. Dale. Me levanto, ya con el brazo muerto de darle al motor, tiro de la cuerda y arranca. Te lo juro. Llegamos perfecto a Colonia. Pero no le dije a nadie lo que había pasado, para que no me boludeen.
***
Antonio sabía que había firmado con sangre su condena de muerte. Zalazar revolvería cielo y tierra para encontrarlo y hacerle pagar. Detuvo el trote en el santuario de San Baltasar, en Goya. Se inclinó en oración y encomendó su vida al santo. Juntó las manos y cerró los ojos con fuerza. Agarró un pañuelo rojo que se ató al cuello y una cinta gruesa para vincha. Después taconeó su tordillo y encaró el monte.
***
El culto al Gauchito explotó en 2001. Por un lado, el más inmediato, sintió el impulso de la crisis que no sólo castigó a la economía, a la política y al propio Estado, también sacudió a la fe, a la fe como institución. Por otro, el crecimiento del movimiento en las rutas, fundamentalmente de camiones, hicieron que la imagen del Gauchito se expandiera a lo largo del país. Por lejos, la mayor cantidad de altares son ruteros, solamente en los 69 kilómetros que separan a Mar del Plata de Balcarce, por la ruta 226, hay 27 altares. Es un pedido que parece diseñado estadísticamente: los accidentes de tránsito representan cerca de 7000 muertes al año en Argentina. Consecuencia de homicidios, para trazar una comparación, hay poco menos de 2200.
Algunos altares desaparecen, la mayoría porque los dueños de la tierra los levantan para evitar que crezcan. También están los decepcionados que los castigan por no cumplir con los pedidos. Es una imagen fuerte. El techo y las paredes rotas. Los pañuelos arrancados. La imagen del Gauchito decapitada. O quemada.
Los santuarios más importantes del Gauchito que hay en Mar del Plata están sobre la ruta 88, son dos y están separados por tres kilómetros: uno es de La Polola y el otro el del Boquerón. Los domingos reciben cientos de fieles. Y ni hablar de los 8 de enero, el día oficial del culto: este año pasaron cerca de 1200 mil devotos. Los dos son parecidos, distintos tamaños, las paredes están revocadas, los techos son de material, se mantienen impecablemente limpios y están ultrasaturados de ofrendas y placas. Las imágenes del Gauchito tienen un metro de alto, tienen tantas cartas, flores, estampitas, llaves, fotos, rosarios y cintitas rojas colgadas que parecen ekekos. Los fieles piden milagros inmediatos, no piden un lugar en cielo: piden salud y trabajo, piden que nadie les robe la moto nueva, piden no chocar el auto, piden que su amor regrese, piden un hijo, piden casarse, piden salir de la mala. Piden. Y algunos prometen.
“te pido que todo se mejore, que llegue a terminar el cole, que pueda terminar los estudios y este año avance, pueda aprender más y poder saber aceptar todo lo que se me aparezca.
- que mejore mi hermana, abuela y flia
te pido que todo mejore con rodrigo que duremos lo que duremos mucho y disfrutando. en un mes vengo y te traigo 1 cerveza y 1 atado.
Gracias Gauchito”
El promesero está obligado a cumplir. Al Gauchito se le puede pedir a cambio de algo. Y si cumple hay que cumplirle, porque se puede vengar. Dicen –siempre alguien dice– que un muchacho prometió construir un santuario a cambio de la salud de un familiar. El Gauchito cumplió, ni los médicos pudieron explicar lo que había pasado, fue de un día para el otro. El muchacho garabateó entonces tres cheques para comprar los materiales. Los cheques volvieron rebotados, uno atrás del otro. No hubo materiales ni santuario. Y el muchacho, por la culpa, dicen –siempre alguien dice–, se pegó un tiro en la cabeza.
La tradición de las promesas surge con el cruce del culto a San la Muerte. Antonio Gil era promesero de San la Muerte, son dos devociones que avanzan juntas a lo largo del país. En el Boquerón –y en la mayoría de los santuarios de dimensiones importantes– hay un altar dedicado a San la Muerte que es venerado con la misma fuerza que se venera al Gauchito, se le prenden velas negras y blancas, se le deja una copa de alcohol blanco, se le agradece y se le hacen promesas. San la Muerte, es ley, le quita a los promeseros que no cumplen lo más valioso que tienen en su vida. La misma lógica, con los años, se trasladó al Gauchito.
También están los que desean. Por lo general hacen carteles o banderas, diseñan frases:
“Que Dios y el Gaucho te den en 7 días lo mismo que me deceas”
Desear es una forma de rezar. Es creer que algo va a suceder porque uno lo pidió. Cambia el verbo, pero el acto de fe se mantiene intacto.
Y las historias sin resolver. El 8 de enero de 2009, el santuario de La Polola, construido poco a poco con el dinero y el trabajo de los devotos de la ciudad de Batán, amaneció envuelto en llamas. Ese mismo día se inauguró el santuario de El Boquerón. Se armó revuelo, las acusaciones iban y volvían. El santuario del Boquerón está construido en un predio privado; el de La Polola es de paso, lo cuidan los vecinos. De un lado dicen que el dueño de El Boquerón mandó a prenderlo fuego para aprovechar el movimiento de fieles. Otros dicen que fue un promesero enfurecido, dicen que le había encomendado al Gauchito, sin éxito, la salud de su hija. También se dice que hay un conflicto de intereses donde también interviene una radio fm. Por el momento, no hay responsables. La Polola fue reconstruido –una vez más– con el esfuerzo de los vecinos. Y todo sigue su curso. Ahora con las aguas bien divididas.
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La historia circulaba de pulpería en pulpería: la hija de la criada, dieciséis años, Antonio apareció antes de que el patrón pudiera salirse con la suya. Era cuestión de llamarlo nomás, así decían. Los peones comenzaron a darle asilo, algunos, incluso, le tenían siempre preparado un caballo fresco y un vaso de caña. La historia llegó a oídos de Zalazar.
Le queda poco al cuatrero taimado– dijo y descargó un puñetazo violento en la mesa.
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En Argentina hay más de quince gauchos milagrosos, Francisco Cubillos (Mendoza), Juan Bautista Bairoletto (La Pampa), Andrés Bazán Frías (Tucumán) y Francisco José (Corrientes), entre otros. Todos tuvieron su momento de esplendor, con tumbas y altares completos de ofrendas, pero quedaron muy detrás del aluvión que en la última década generó el Gauchito Gil. Casi desaparecieron. Los santos –ay mi dios– también pasan de moda.
Juan Batalla es artista, investigador en arte contemporáneo y director, junto a Dany Barreto, de la Colección Arte Brujo, un espacio donde confluyen artes y estéticas contemporáneas y ciertas tradiciones telúricas, populares o marginales de fe. Batalla tiene una mirada interesante sobre el fenómeno Gil, asegura que su historia sintetiza muchos puntos en una biografía que puede ser reversionada al infinito. “Tiene unos pocos elementos históricos y mucho para ser agregado según la conveniencia del momento. Por ejemplo, podemos tanto hablar de un Gil pacifista como de uno guerrero. El factor Robin Hood es importante, pero eso está en varios gauchos más”, explica.
– La mayoría de los gauchos milagrosos de la Argentina no tuvieron el desarrollo de imagen (bultos, santuarios y estampitas) que tuvo Antonio Gil. ¿Puede ser este uno de los motivos que lo impulsó con tanta fuerza?
– Probablemente. Por ejemplo, uno de los gauchos correntinos con cuyo altar me crucé, Antonio María, era solo una falange en un cofrecito guardado en una casa bajo siete llaves. De semejante abstracción difícil que emerja un culto popular. Uno que sí tenía imagen era el Gaucho Lega. Debe ser el único que sobrevivió a la aplanadora Gil. De los demás queda poco o nada, fueron absorbidos por Gil, se ve en los altares familiares. Pero también por San la Muerte. Si todo animal que camina es susceptible de terminar en el asador, según el dicho, todo espíritu tiene su posible derivación en ser cultuado como San la Muerte. Porque San la Muerte puede ser tanto uno solo como muchos, y en ese caso se transforma en un espíritu que acompaña a una persona en particular. Lo nombro porque es así, no hay forma de entender las raíces de lo de Gil sin tocar el tema del Santito. Y de hecho, ese es el otro culto en franca expansión. Que, volviendo a tu pregunta, también tiene una imagen fuerte.
– Y desde el punto de vista político y social ¿Por qué creés que es tan fuerte el culto al Gauchito?
– Hay que ver cierta compensación o alternancia que se da entre figuras femeninas y masculinas, dentro de la religiosidad pagana. Veníamos de la Difunta Correa, que a partir de los 60 se convirtió en foco de un culto popular importantísimo. Y que decreció dándole lugar al Gauchito a partir de los noventa. Me parece que el peronismo es clave para entender algo de esto, por ser el fenómeno insoslayable de la política nacional. ¿Habría una relación entre la figura de la Difunta con aquella interdicta de Eva, dada la gravitación del culto en los años de la proscripción? Habría que entender entonces al Gauchito como cuestión aluvional entonces, un fenómeno expansivo en coincidencia a lo que fue el peronismo a partir del 87. También nos queda pensar desde el lugar de la fe, un culto crece porque funciona mágicamente. Esa sería la respuesta de un creyente. Una respuesta sencilla y odiada por los científicos: el Gauchito cumple.
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Fue una payesera. Una hechicera de las que curaban el cuerpo y el alma. A los demás le brindaba servicios íntimos. A él, además, protección. Le dijo que encomendaría su alma a San la Muerte. Trabajó el amuleto con cuidado, talló durante tres noches la figura del Santito y la atravesó con una cadena de cobre. Le explicó que sería invencible, intocable por el filo del cuchillo o el plomo de los trabucos. Antonio sintió el frío del payé en el pecho. Agradeció y regresó al monte para pasar la noche.
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En los doscientos metros que camino desde la parada del colectivo hasta la entrada al Hospital Regional me ofrecen tres folletos religiosos distintos y dos revistas: publicidades a todo color, con chicos de ojos bien celestes sonriendo y familias que caminan por un campo tomadas de la mano. Por todos lados la palabra salvación. En una carpa de color blanco, alta, armada sobre el pasto de la entrada al hospital, el cura Daniel Climente prepara las sillas para dar misa. Son las ocho y media de la mañana, el pasto, adentro de la carpa, todavía está húmedo. Hay dos personas que lo ayudan, una le alcanza un mate caliente y un plato de losa con dos facturas. Atrás del altar –una mesa– hay una cama, un colchón sin funda y algunas frazadas. Cuando responde, Climente prefiere no decir Gaucho ni Gauchito. Dice Antonio. Y casi no se refiere a su figura, sino a la cruz.
– ¿Te interesa personalmente la figura del Gauchito?
– Y sí. Me interesa porque le interesa a mi gente. La gente lo quiere, lo tiene de símbolo. Yo soy cura de Batán, en la zona de La Polola, donde termina el partido de General Pueyrredón. Voy al santuario popular los 8 de cada mes a rezar con la gente. Es también una demanda para mí la religiosidad popular de Antonio. Es un reclamo social que se hace oración, procesión y baile. El culto a Antonio proviene del guaraní, por eso el lugar donde se reza también es un lugar de esparcimiento. Es parte de la religiosidad del pueblo guaraní, una religiosidad inculturada.
– ¿Cómo te reciben?
– Muy bien. Me cuentan sus cosas. Y yo les cuento de la parroquia. Es un intercambio. Lo lindo de bendecir es que uno también le pide la bendición al pueblo.
– ¿Qué te pide la gente?
– La gente pide que reces por ella. La gente humilde asume su camino con mucha angustia. Te pide que reces por ella.
– ¿Por qué creés que creció tanto el culto en los últimos diez años?
– Creo que tiene que ver con la fe de la gente, nuestra fe. De la adversidad surge esa fuerza que uno tiene como escondida o dormida. La adversidad también te hace sacar afuera lo mejor que uno tiene. En nuestro pueblo es muy fuerte la fe. A veces hay una mentalidad muy racionalista que ve este fenómeno como algo de miedo o de salida mágica. Yo, y la iglesia en general, sostengo que ahí hay un acto de fe. Que necesita ser esclarecida. Hay que ayudar a los fieles a madurar en la fe, pero es fe de adentro, de la raíz y surge ante situaciones límites. Enfermedad, falta de trabajo y la posibilidad de la muerte. El pobre siempre está entre la vida y la muerte.
– ¿Cómo trabajás el culto al Gauchito? ¿Incorporás su figura cuando das misa?
– La gente entiende que la iglesia pone un reparo en cuanto a no anticipar un juicio de santidad. La gente viene con sus imágenes para bendecirlas.
– ¿Las bendecís?
– Nosotros le hacemos entender que lo que bendecimos es la fe. Estamos ante un difunto. Hacemos misa por el difunto y pastoralmente lo que hacemos es volcar la devoción hacia Cristo, hacia la cruz. A Antonio cuando muere le ponen una cruz, la cruz de Gil. Tratamos de ser delicados en ese sentido, para mostrar para donde van las cosas. Si nos quedamos sólo en el santo nos quedamos sólo en el dedo y no miramos a dónde señala. Nosotros bendecimos a las personas, bendecimos a las familias.
– ¿Llegan con muchas imágenes del Gauchito o de San la Muerte para bendecir?
– No, muchas no. La bendición no es magia. La persona que trae una estampita de Antonio está pidiendo una bendición para sí misma. Nosotros lo bendecimos a Dios. El sacerdote no tiene el poder de adueñarse de Dios y arrojarlo a la tierra. El sacerdote reza con la persona y ayuda a entender ese gesto como un acto de amor.
– ¿Qué porcentaje de la gente que se acerca hoy a misa en tu barrio también le rinden culto al Gauchito?
– Es difícil de calcular. Pero hay un porcentaje muy alto, especialmente en la gente más humilde, porque lo tienen más cerca. Nosotros como iglesia todavía le debemos un catecismo popular a la gente. La gente busca una cercanía con Dios. Cuando no la encuentra en nuestros catequistas y en nuestros curas, a veces lo encuentra en otras devociones. Esto es un mea culpa que hago.
***
Fue el 6 de enero, día de San Baltasar. El pueblo se había vestido de rojo, a puro candombe y rondas de caña. Antonio estaba escondido en la tienda de una de las bailarinas, una amiga que, en secreto, le acercaba algo de comer y le contaba por dónde andaban los soldados de Zalazar. Sabía que era un riesgo mortal participar de la celebración, pero por nada del mundo hubiera dejado de visitar a su santo en su día. Se iba a tener que quedar hasta el amanecer, había más de diez soldados deambulando entre la gente. Iban armados hasta la ceja: Gil era bravo de verdad. Ya se les había escapado dos semanas antes en una pulpería de Goya. Enfrentó a tres sin esfuerzo. Ni bien terminó el baile se deslizó entre las sombras hasta donde estaba su tordillo, a poco menos de un kilómetro. Salió con otros dos hombres al galope con dirección al monte, el único lugar dónde iba a estar seguro. Tenían horas largas a caballo. Uno, un buchón, que fue con el cuento. Salieron recién del ofertorio –dijo– van para Goya. Zalazar ordenó patrullar toda la zona, tenían que interceptarlo antes de que llegara al monte. Los soldados tenían todas las de ganar. Y lo sabían. Cerca de las tres de la tarde Antonio y los dos acompañantes, agotados, le sacaron los aperos a los caballos, los llevaron a un espejo de agua y se tiraron en unos pastizales a dormir la siesta.
***
El comisario Alejandro Dasilva, subdirector de Drogas Ilícitas de Mar del Plata, se acuerda por el color de las casillas. Las que estaban pintadas de negro vendían marihuana. De celeste, amarillo y blanco las que vendían cocaína. El hecho sucedió en marzo de 2011, en la Villa 110, sobre la avenida Fortunato de la Plaza. Encontraron medio kilo de marihuana y 250 gramos de cocaína fraccionada para venta minorista. Diez bolsas estaban escondidas adentro de un santuario del Gauchito.
– ¿Es común que los delincuentes sean devotos?
– No en mi caso. El Gauchito no está tan cerca de los casos de droga. En el ambiente carcelario tal vez sí. Tengo detenidos que son muy devotos. Y de San la Muerte también. El Gauchito es más sano. Los rateros son más del Gauchito.
– ¿Creció mucho el culto al Gauchito en la periferia?
– Mirá, tengo 27 años de laburo. El gauchito es algo nuevo. Hace menos de diez años que comenzamos a ver los santuarios en las veredas. No puedo decir que hay una conexión directa con la delincuencia. El barrio Libertad es uno de los barrios más denunciados por venta de estupefacientes. Y ahí no está el Gauchito.
– ¿Hay policías devotos?
– Sí, pero es difícil responderte. Es algo muy personal. Yo soy devoto del Sagrado Corazón. Lo que sí puedo decirte es que el día del Gauchito no viene nadie a pedirme franco.
La única condición que pone es que no incluya su nombre. Pero, la verdad, da igual, tiene un nombre demasiado común: se llama Juan y es oficial de la Bonaerense. Está vestido con el uniforme azul, lleva gorra reglamentaria y un par de botas negras. Tiene la nueve milímetros enfundada en el costado derecho.
– ¿Sos devoto del Gauchito?
– Sí. Desde chico. Soy marplatense pero un tío correntino me hizo devoto.
– ¿Hay muchos policías devotos?
– No, somos pocos. Pero somos.
– ¿Estás de acuerdo con eso de que el Gauchito es el santo de los chorros?
– Los delincuentes le rinden culto, eso es así. Pero no todos los devotos son delincuentes. Yo fui a Mercedes un 8 de enero. Ahí ves que hay de todo. Familias enteras que le rezan. Gente de bien y delincuentes también.
– ¿Tuviste que enfrentarte a un devoto alguna vez?
– No. Una sola vez participé en un operativo donde tuvimos que entrar a una casa que tenía una imagen del Gauchito en la entrada y varias adentro. No había nadie. No pasó demasiado.
– ¿Qué sentiste?
– Fue raro. Pero es parte de mi trabajo.
– Y si tuvieras que enfrentarte con un devoto...
– Si me tengo que enfrentar es porque estoy en servicio. Me enfrento. Soy cana, flaco. Yo tengo que cumplir con mi deber.
– ¿Qué le pedís?
– Protección. Las balas vuelan de los dos lados.
– ¿Le hiciste alguna promesa?
– Una vez.
– ¿Te cumplió?
Juan se agacha. Se remanga el pantalón, se desabrocha parte de la bota izquierda y me muestra un tatuaje del Gauchito.
***
Antonio se despertó con la explosión de los trabucos. Quieto –le gritó un cabo– estás arrestado en nombre de la ley. Antonio se puso de pie, los otros dos tenían el pecho y la frente agujereada por las balas. Estaba rodeado por seis hombres, le sacaron el cuchillo, las boleadoras y le ataron las manos con una soga. Todavía le pesaban los párpados. Antonio pidió que lo dejaran enterrar a los muertos. No le contestaron, ni siquiera lo miraban, por temor. Lo subieron a su tordillo y encararon el camino a Goya donde iba ser juzgado. El grupo avanzaba lentamente y en silencio, parecía un cortejo fúnebre. Alguien les había dicho que el coronel Velázquez estaba en la búsqueda de veinte firmas militares para dejarlo en libertad.
– Ese hombre es inocente– le había dicho, en guaraní, a Zalazar.
Zalazar estaba de acuerdo en darle una segunda oportunidad a Gil –le contestó– siempre y cuando consiguiera apoyo.
El sol del 7 de enero caía atrás de los campos sembrados. Decidieron detenerse para refrescarse y preparar algo de cenar. Estaban a ocho kilómetros de Mercedes. Prendieron el fuego, asaron un pedazo de carne y tomaron agua de una laguna cercana. Antonio recibió su parte atado al pie de un árbol, con los ojos ajustados por una venda. Se decía que tenía un payé en la mirada, que era capaz de embrujar con los ojos.
La mañana del 8 lo sorprendió colgado cabeza abajo. Uno de los sargentos se precipitó. Le tiró del pelo hasta que pudo ver su garganta bien lisa. Pasó primero el dedo índice, le marcó una línea invisible de punta a punta.
– Se te terminó el cuento, retobado– le dijo.
– Hay una orden para liberarme que está llegando– dijo Antonio.
– Esta vez no te salva nadie– respondió el sargento.
Los otros cinco miraban en silencio. No se animaban ni a pestañear. El sargento buscó el cuchillo de Antonio, estaba afilado hasta lo imposible, parecía el borde de un cristal roto. Se lo mostró, se lo puso bien cerca de la cara. Le temblaba el pulso.
– Con sangre de un inocente se cura a otro inocente– dijo Antonio.
La frase se escuchó como si las palabras estuvieran escritas en el aire.
El sargento volvió a tirarle del pelo, buscó el lugar justo en la piel estirada de la garganta y hundió el cuchillo hasta el mango.
Pasaron dos o tres horas desde el momento del crimen hasta que el sargento regresó a su casa y encontró a su hijo al borde de la muerte. No podía caminar y hervía de fiebre. Los médicos ya lo habían examinado, le habían dicho que no quedaba nada por hacer. Su esposa, al lado de la cama, se deshacía en llanto. El sargento no dudó, volvió al galope hasta el árbol donde había ejecutado a Antonio. El cuerpo todavía oscilaba como un péndulo. Levantó sangre de la tierra con un vaso. Se arrodilló, pidió perdón y prometió volver para enterrar el cuerpo y clavar una cruz.
Fue sólo cuestión de que la sangre tocara la frente del chico. La fiebre cedió y de a poco recuperó el movimiento. El milagro recorrió cada rincón del pueblo. La cruz se convirtió en un lugar de procesión. Los curas de Goya hicieron escuchar su condena, dijeron que se estaba venerando a un delincuente que había hecho tratos con Mandinga. Dijeron eso y mucho más.
***
Imágenes en la mesa de luz. Banderas de fútbol. Banderas de rock, de cumbia, de folclore. Fotocopias en un santuario. Remeras. Rosarios. Pintadas en la calle. Estampitas en billeteras. Imágenes en las puertas –escondidas, secretas–. Vidrieras de santerías. Una flor de plástico roja en el espejo del colectivo. Pulseras. Pósters. Lociones. Tazas. Llaveros. Hasta fundas para el tapizado del auto.
Un siglo y medio después, el culto al Gauchito Gil suma más de un millón de devotos a lo largo de Latinoamérica.
Y sigue creciendo.
Será porque cumple.
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