Tres historias de mujeres que abortaron

Con más o menos información, en soledad o contenidas por una red de socorristas y profesionales de la salud, las mujeres abortan. En lo que va del año, se calcula que más de mil niñas, adolescentes y mujeres de Mar del Plata pidieron ayuda para interrumpir en la clandestinidad embarazos no deseados. Aquí, el testimonio de tres mujeres que decidieron sobre sus propios cuerpos.

20 de Diciembre de 2020 18:45

A comienzos de diciembre, la misma semana en que cumplía 40 años y arrancaba un nuevo proyecto laboral, un test casero le confirmó a Ana la noticia que menos esperaba en ese momento: estaba embarazada. Si bien había empezado a tener sospechas de esa posibilidad unos días antes, el resultado del evatest la tomó por sorpresa: con dos hijos de seis y tres años y en pleno desarrollo profesional, Ana no quería volver a ser madre

Después de conversarlo con su pareja, ambos acudieron a un Centro de Atención Primaria de la Salud (Caps) para consultar sobre el alcance de la interrupción voluntaria del embarazo (ILE). Allí, un profesional de la salud le realizó una ecografía para corroborar la existencia del embrión y escuchó a Ana que, sin rodeos, le planteó que no deseaba seguir adelante. “Desde el primer momento tuve mucha claridad y supe que no deseaba tener otro hijo, que esta vez no estaba dispuesta a poner de nuevo el cuerpo”, resume. El médico, que la escuchó con respeto y sin juzgar su decisión, le explicó en qué consistía el aborto con misoprostol -un tratamiento ambulatorio y seguro- y acordaron iniciarlo lo antes posible. Así, mientras la Cámara de Diputados daba en una sesión maratónica media sanción al proyecto de legalización del aborto en Argentina, Ana llevaba adelante la interrupción de su embarazo no deseado en clandestinidad pero contenida por una fuerte red de mujeres y profesionales que la sostuvieron desde el primer instante. “Nadie quiere pasar por esta situación, pero todo fue muy fluido porque pude contar con las herramientas para hacerlo de manera segura”, sostiene.

“No sentí culpa, al contrario, sentí tranquilidad porque había podido elegir y tuve mucha gente apoyándome. Incluso, el mismo médico me dijo que si no podía acompañarme mi pareja, él iba a estar”, asegura, movilizada por haber podido dar lugar a su deseo. “Me di ese espacio, me lo permití y pude concretarlo. Pero hay miles de mujeres que no tienen ese privilegio y el Estado no puede seguir haciendo oídos sordos a esa demanda”, advierte.

En enero de 2018, Vanesa (40) también decidió interrumpir un embarazo no deseado. Sin demasiada información sobre cómo hacerlo con medicación pero con la ayuda de sus amigas más cercanas y de un amigo médico que le hizo una receta para comprar misoprostol, inició el procedimiento. Enseguida se encontró con la primera traba: en la farmacia a la que fue se negaron a venderle el medicamento sin receta archivada, la que se utiliza con los psicofármacos. “La mujer que me atendió me miró y me habló de tal manera que me sentí humillada, muy maltratada”, recuerda. 

Días más tarde, ahora con la receta doble y en otra farmacia, pudo conseguir el misoprostol y comenzó el tratamiento en su casa. Pero no funcionó: las pastillas provocan el aborto a partir de las siete semanas de gestación y ella, que estaba de casi seis, no lo sabía. Se realizó una ecografía y esperó para volver a intentarlo. “Pasé una semana de terror, fue horrible”, dice. Ya sin misoprostol para repetir el tratamiento, llegó hasta Socorristas en Red, una organización feminista que brinda información en función de los protocolos de la Organización Mundial de la Salud y acompaña a mujeres y personas con capacidad de gestar que deciden interrumpir embarazos inviables. “Ellas fueron las que me mostraron el camino para acceder al misoprostol, me dijeron cómo se usaba, qué era lo normal y qué no; qué iba a pasar, cuáles eran los síntomas. Con eso me quedé más tranquila y lo pude hacer”, cuenta.

A partir de su propia vivencia, Vanesa, que además es terapeuta menstrual, se sumó a la red de Socorristas en Mar del Plata, en donde, junto a otras dos compañeras, asiste a mujeres que quieren interrumpir embarazos no deseados. Su función consiste en atender inquietudes, llevar tranquilidad, información precisa y explicar cómo se debe realizar el aborto de manera segura. “Hacemos un acompañamiento amoroso”, define. En lo que va del año, la red ayudó a más de mil niñas, adolescentes y mujeres de esta ciudad; la mitad, sólo durante la cuarentena. En muchos casos, las chicas que se acercan a pedir ayuda tienen entre 14 y 17 años y si bien suelen estar acompañadas por sus madres, “siempre se hace foco en lo que desea la niña”, remarca Vanesa. Una vez que quedan todas las dudas aclaradas, esas chicas son derivadas a los centros de atención primaria de la salud para la aplicación de la ILE. 

Agustina Cepeda (41), es historiadora, docente de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata y exbecaria del Conicet. Su primer acercamiento a las historias de chicas y mujeres que abortaban fue en la época de la crisis del 2001, cuando su militancia la llevó a realizar trabajo social en un asentamiento de la zona del Puerto. Sabía que se hacían pero no sabía cómo. “Cuando preguntaba, me decían que tomaban una pastilla que 'se le daba a los caballos' y nada más. Después, a la distancia, pude reflexionar que esas mujeres formaban redes de comadres para resolver, solas y cómo podían; al margen de cualquier mecanismo médico o penal que pudiera atraparlas, el control de la reproducción, algo que se entendía como un asunto privado”, afirma. 

Sin embargo, Agustina resignificó lo que eso implicaba recién cuando atravesó por la misma situación, en la era previa al misoprostol. Era 2004, tenía 23 años y un embarazo no deseado la llevó a tomar la decisión de interrumpirlo. Un amigo médico con conocimientos en farmacología estudió de papers en alemán y inglés cómo se debía realizar un aborto químico y el plan se puso en marcha. En ese entonces, la droga que se utilizaba era el oxaprost, una medicación que contiene misoprostol y diclofenac, aunque no se sabía con claridad cuáles eran efectos que provocaba en altas dosis, las necesarias para completar el procedimiento. “Había algunas experiencias muy cercanas, pero en las que todo había sido vulnerable, terrorífico. En mi caso, aunque mis hermanas y mi mamá estaban en conocimiento de lo que pasaba, lo hice en absoluta soledad porque a ellas les pareció una locura que me pusiese pastillas”, se acuerda y repara en que “la instalación del misoprostol como una droga abortiva no fue de un día para el otro”. 

A pesar de tener obra social y contar con una receta médica, no le fue fácil adquirir las pastillas de oxaprost: recién las pudo tener cuando su amigo médico fue a comprarlas personalmente, tras haberse autodiagnosticado gastritis ulcerosa. Además, aunque sabía que existían, Agustina -en ese entonces una joven universitaria de clase de media- tampoco tenía contacto con ninguna red de mujeres que hicieran abortos, por lo que todo lo que hizo fue “un poco a ciegas”. A eso se le agregaba el miedo de que si algo fallaba, debía ir al hospital y contar lo que había hecho, con el riesgo de que alguien pudiera denunciarla.

“Después de eso, hablé con gente cercana, participé de cuanto hecho obstétrico hubo que interrumpir porque ya conocía el procedimiento y, en paralelo, me fui enterando de la existencia de Socorristas en red y de la Red de profesionales por el derecho a decidir;  de las discusiones sobre el aborto con misoprostol y demás. También vi cómo se empezaba a utilizar el misoprostol y el temor que tenían las académicas feministas en publicar esos datos por el control que existía desde los distintos dispositivos regulatorios de venta del oxaprost o del misoprostol para que la mujeres abortemos”, relata. 

De esa manera, la salud sexual y reproductiva de las mujeres se convirtió para Agustina en una de las vetas de interés profesional y, apenas ingresó al Conicet, investigó sobre el tratamiento que le dio la justicia a aquellas mujeres que habían abortado en Mar del Plata durante la segunda mitad del siglo veinte. Para ello, repasó todos los fallos de la justicia penal que hubo desde que se armó el Departamento Judicial de Mar del Plata, en 1955, hasta 1995. "En Argentina se prohíbe el aborto pero nadie va presa por abortar. Lo que se desarrolla es un dispositivo de control informal sobre esas mujeres, en donde se las persigue, acosa y se las somete a un proceso penal pero no hay una intencionalidad final de que esa mujer esté en la cárcel", precisó la historiadora.

"Encontré procesos penales de diez años de duración, con inhibición de bienes, en donde las mujeres tuvieron que ir a testimoniar veinte veces, o se hacían peritajes de los más absurdos para que, finalmente, eso quedara en una condena que no llegaba al año y ellas tenían que pagar las costas del proceso en el que no comprobaban lo que pretendían probar", explicó. En cambio, advirtió, la justicia civil sí lograba impedir que se realizaran abortos legales, por lo que está claro que "en Argentina siempre fue más fácil prohibir un aborto legal que castigar con prisión un aborto clandestino". Para Cepeda, este mecanismo no hizo más que reforzar la clandestinidad: ante el pedido de interrumpir un embarazo producto de una violación o por ser inviable con la vida de la persona gestante, la justicia puede demorar entre cinco y ocho meses en autorizarlo, a pesar de que esto está contemplado en el Código Penal desde el año 1921.

A menos de dos semanas de que el proyecto de ley que legaliza el aborto sea tratado en Senadores, la docente universitaria considera que si bien "es necesaria la ley, ya se ha hecho todo sin ella" y el tema se instaló de tal manera en la escena política y pública, que hoy "ya nadie tiene miedo de hablar de aborto, de contar que lo hizo o de pedir ayuda para interrumpir un embarazo". "La 'marea verde' tiene una composición enorme de experiencias de mujeres que durante más de cincuenta años armaron redes para resolver y poder organizar el control de sus embarazos, deseados o no; sin misoprostol, sin internet, con mucha más clandestinidad y muchos menos derechos como mujeres en general", asegura.