Pizzería Pedrito: un legado que trasciende el tiempo y un horno que mantiene unidas a tres generaciones
Todo comenzó en la década del 50 cuando Pedro Vento levantó un humilde bodegón en una zona aún despoblada de Mar del Plata, ofreciendo mariscos y pizzas. Con el tiempo, aquel rincón se convirtió en Pizzería Pedrito, hoy una de las más reconocidas de la ciudad. Conservando el mismo horno original y el inconfundible sabor de su pizza a la piedra, el legado permanece intacto. Un espacio donde uno entra e, inmediatamente, siente que el tiempo es otro.
Calle Salta 301. Una vista maravillosa de toda la ciudad de Mar del Plata, contrastando con el mar. Una casa de dos plantas, con una puerta justo en la ochava. La habilitación municipal marca un inicio en el año 1952, pero las anécdotas familiares hablan de un par de años antes.
Por los años 50, en la zona no había nada ni nadie. Justo enfrente, para la misma época, Havanna comenzó a levantar su fábrica. Este fue el gran respaldo para poder encaminar el emprendimiento familiar, ya que desde esa humilde casa, Pedro y Josefa se encargaron del almuerzo de la gran tropa de albañiles que construían el edificio.
Hoy, la Pizzería Pedrito es uno de los lugares elegidos de la ciudad, así como el orgullo de su familia. Un emprendimiento que comenzó Pedro Vento y que hoy continúa su nieto, Esteban, luego de haber aprendido el oficio con su abuelo y haberse perfeccionado en distintos países.
“El ‘Nono’ había pasado una vez por acá en barco y luego se quedó. Después mandó a buscar a la ‘Nona’ y a mi mamá, que nació en Italia. Para esa época ya tenía este lugar. Esta zona estaba todavía muy vacía. Ellos vivían acá abajo, en un depósito, una especie de bodega, mientras construían esto. Pero también, justo en ese momento, comenzaron a construir la fábrica de Havanna. Aquellos primeros dueños trajeron una tropa de albañiles y la ‘Nona’ empezó a cocinarles al mediodía. Fue todo un golpe de suerte, por así decirlo. Al mediodía les daban de comer pescados y mariscos que traía el ‘Nono’ de Playa Grande o más allá, adonde iba en bicicleta a buscarlos temprano, y ella los cocinaba. Con eso se levantó de a poco esta casa”, cuenta Esteban sobre el inicio del lugar.
La Pizzería Pedrito aún conserva aquel espíritu que le impusieron sus fundadores. Algo que, por otro lado, también generó que varias generaciones de clientes sigan concurriendo al lugar y que la confianza tenga un lugar preponderante en la atención, así como el vínculo que se formó con ellos a través del tiempo. Esteban comenta con naturalidad: “Tenemos proveedores de toda la vida. El de la muzzarella, por ejemplo, se anota él mismo los kilos que nos deja en un cuadernito que está por ahí. No hay controles ni papeles de por medio: anota lo que deja y después se paga. Hay una confianza enorme. Ellos también son parte de una tradición que viene de generaciones, así que nos conocemos desde hace años, casi como familia”. Yo me doy cuenta, acá adentro, y se los digo a los clientes, el tiempo es otro”.
El lugar es agradable, decorado con pinturas, mensajes y recuerdos de otros tiempos. Un gran espejo al final del salón y, justo arriba de él, una pintura del volcán Etna que nos acerca más a Italia. Frente a la puerta, el gran horno pizzero que instaló el ‘Nono’, enmarcado en azulejos blancos. “El mismo horno que lo cuidamos, lo queremos, lo amamos”, confesará Esteban. A su lado, una gran heladera Siam de ocho puertas, de esas que ya no se ven, y sobre ella una de aquellas cajas registradoras mecánicas que parecían inviolables.
Tanto Pedro Vento como Josefa Amendolía manejaban los secretos de la gastronomía. Por otro lado, al haber pasado por las consecuencias que dejó la gran guerra, cargaban también con la enseñanza de que: “Con poco, podían salir cosas muy ricas”. A Pedro siempre lo acompañó la idea de dedicarse a algún emprendimiento gastronómico y pudo concretarla acá.
Por eso no dejaba de estar ni pensar en el negocio en ningún momento. “Si tenían que estar dos días sin dormir, estaban dos días sin dormir”, cuenta Esteban. Para ellos, eso era todo: su sustento, su lugar, su reencuentro luego de la guerra y también su familia y su legado.
“El ‘Nono’ falleció en el 2003 y vino hasta su último día acá. Falleció nombrando la pizzería, que la cuiden, que la cuidáramos nos pedía. Por eso nosotros le damos tanto, además de que a mí me encanta lo que hago”, nos dice Esteban, quien empezó a participar del emprendimiento cuando tenía siete años.
—Me acuerdo que tenía siete años, me acuerdo todavía, y empecé a venir a ayudar con la masa. Venía a ayudar a acomodar los bollos y todo eso. Él arrancaba a las cuatro de la tarde, a las cuatro y media, a amasar dos bolsas de harina. Luego yo cortaba los bollitos, los pesaba y los acomodaba. Primera elevada, segunda elevada, había que darlos vuelta y todo eso. Mi horario era de seis a ocho. Era casi como un trabajo. Cuando tenía quince años, había dos mozos de Santiago del Estero que venían siempre para la temporada. Y un día faltó uno porque se enfermó. A mí, para esa altura, ya me habían cambiado el horario, de ocho hasta el cierre, siempre ayudando en la cocina, y me dice el ‘Nono’: “¡Al salón!”.
—Ni siquiera fue pregunta, te lo dijo…
—Sí, así fue. Me lo dijo en seco: “¡Al salón!”. Así, no me lo olvido más. A partir de ahí, de ese día a los quince años y hasta los veintidós o veintitrés que falleció, yo hice toda la carrera en todos los rincones del lugar. Aprendí y trabajé de todo acá.
—Igual vos seguiste perfeccionándote y estudiaste en distintos lugares, ¿cómo fue el paso a hacerte cargo de todo esto?
—Sí, yo siempre fui el que más involucrado estuve con lo gastronómico de la familia. Pero fue duro. Yo me fui a España a estudiar, a Valencia, y me despedí de él, que estaba bien, ya tenía 83 años, y no lo volví a ver. Al tiempo que estaba allá, falleció. Lo anecdótico es que acá me escondieron la información. Nadie me quería decir, casualmente para que no me volviera. No sé, era 2002, creo, o 2003; no había redes sociales ni era tan fácil hablar por teléfono. Así que bueno, me lo escondieron y como al mes recién me enteré. Yo llamaba a mis amigos y nadie quería hablar mucho conmigo, o estaban ocupados o se tenían que ir. Claro, nadie quería decírmelo.
—¿Y quién es finalmente el que te lo dice?
—Y, un día me llama el director de la escuela de España, que ya sabía, ya le habían avisado, y me dice: “Ahora cuando vuelvas vas a tener mucha responsabilidad”. Y efectivamente, terminé el curso, esto fue en noviembre más o menos, y me volví y me dediqué de lleno a esto. Mi familia estaba toda dando vueltas, todavía no sabía muy bien cómo iba a seguir todo, porque el ‘Nono’, aparte de todo, era el líder de la familia. Él manejó todo hasta el último día. Y yo llegué de España y al otro día me puse a trabajar en el negocio, había que seguir. Así que, papel y lápiz, y me puse a ver el tema de los empleados, a ver quién iba a seguir. Además, teníamos la temporada encima y había que arrancar.
En sus inicios, Pedrito se presentó más como un bodegón tradicional volcado a la pizzería y la marisquería, una esencia que aún se deja ver en los tirantes del techo, donde en pintura artesanal se pueden leer sugerencias como “Pruebe los exquisitos vermicelli al mejillón” o “Langostinos al gusto”. Pero, de a poco, se fue modificando este perfil hasta llegar a 1972, donde se decidió hacer únicamente pizzas. La decisión tuvo que ver con un más que merecido descanso para la ‘Nona’, quien llevaba treinta años en la cocina. Desde ahí, hasta la muerte del ‘Nono’, fueron solo cinco variedades de pizzas las que se ofrecieron. Con el tiempo, el propio Esteban ampliaría esa variedad a doce, pero no más.
Hoy, las repisas que visten las paredes, apoyadas en aquellas ventanas originales con persianas de madera, lucen reliquias del viejo bodegón: una botella de Hesperidina, un tinto ya turbado por el tiempo, alguna sidra, diminutos jarros y otras bebidas que en otro tiempo acompañaban nuestras mesas.
—Esteban, ¿qué te pasa cuando te encontrás solo en este lugar? No sé, de pronto haciendo algo, esperando algo, pero te descubrís solo sentado en alguna de estas sillas o en el mostrador y todo este ambiente y toda esta historia te rodea…
—Yo soy algo así como partidario de que, más allá de las creencias en un montón de cosas, los nexos de amor nunca se rompen. Más allá de los años, del tiempo, de la historia, a veces estoy acá y me llegan como respuestas, no sé cómo, pero algo siempre llega. Son los vínculos amorosos que se han ido armando.
—¿Y hay algún lugarcito, algún rincón especial para vos en todo este lugar?
—(Esteban responde inmediatamente señalando una esquina del lugar junto a las puertas) Sí, aquel. La mesa junto a la ventana. Nosotros cenábamos todas las noches en aquella mesa, todos juntos. Y mi lugar estaba al lado del ‘Nono’, o sea, al ‘Nono’, enfrente de la ‘Nona’, al lado yo y enfrente de uno de mis hermanos…
Esteban intercala anécdotas y recuerdos que traen permanentemente la figura de su ‘Nono’. De igual forma, el local rescata sus orígenes en cada detalle, desde el sabor de la pizza hasta los elementos que han permanecido intactos desde su apertura. Ante la pregunta sobre si recuerda cómo empezó, si él le pidió que le enseñara esos secretos a su ‘Nono’, él responde en base a lo que le han contado: “Él me eligió, desde chiquito. Yo andaba por todos lados con él. Estaba todo el tiempo con él”.
El lugar ya hace años que se transformó en un clásico de la ciudad. Varias generaciones familiares de marplatenses y de visitantes pasan por sus mesas durante el año y, sobre todo, en la temporada. Esteban no deja de mencionar lo difícil que fue sobrellevar la pandemia. Nunca habían hecho delivery y, de pronto, se vieron haciéndolo, ya que no había otra forma de continuar. De pronto, estaba todo lleno de cajas y, hasta él, el mismísimo pizzero del lugar, tuvo que salir a realizar alguna entrega medio rápido en las cercanías porque los repartidores no daban abasto. Todo nuevo, desde la forma hasta la incursión en las redes sociales para ofrecer el servicio. Pero como él mismo dice: “Fue un golpe duro para todos, pero bueno, la pasamos”.
En cada rincón del lugar se siente el pulso pausado de los recuerdos. Esteban tiene razón, al entrar ahí, uno se da cuenta de que el tiempo es otro. El lugar es un testimonio de que la tradición y el legado, cuando se cuidan con amor y respeto, no envejecen, por el contrario, se viven más presentes que nunca.
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