La historia de Zenón, "Anteojito" y su hijo

24 de Marzo de 2016 11:53

Por Redacción 0223

PARA 0223

Por Zenón "Cordobés" Márquez

Cuando me fui de Deán Funes y llegué a Quequén, tenía 17 años y sexto grado. Conocí a mi primera compañera, madre de mis tres primeros hijos, era maestra. En ese entonces navegaba en buques de carga que iban desde Ushuaia hasta Brasil. También trabajé en los pesqueros griegos, hice filet, descarga, hasta tuve una pescadería. Y cuando se complicó, salí a vender flores a la calle o banderitas durante el mundial.

En esa época -entre el ‘74 y el ‘75-, en el puerto había trabajo de sobra. Se calcula que éramos unos 18 mil en la actividad. Empezamos a reunirnos para debatir sobre los reclamos por mejores condiciones laborales, jornadas de ocho horas, las enfermedades profesionales (várices por estar tantas horas paradas, la tendinitis); la necesidad de que hubiera una guardería para que las compañeras pudieran dejar a sus hijos; la depredación del recurso marítimo... Nos juntábamos después de salir del trabajo, a partir de las dos de la tarde, en la Plaza del Filetero (Hernandarias, entre Juramente y Alejandro Korn), o en mi casa, allá en 49 y 104, en donde tenía un lindo garage. Llegábamos a ser 1500, 1800 fileteros; a veces más. Así, después de muchísimas asambleas, de juntarnos todos los días, nació el convenio colectivo de trabajo 161/75 que todavía sigue vigente. Había gente de todos los sectores: Partido Comunista, PST, Peronismo de Base, Juventud de Trabajadores Peronistas.

Estuve en el “Cordobazo” y en la mal llamada Revolución Libertadora del ‘55. El Golpe del ‘76 me agarró en la ruta, volviendo de Quequén. Me enteré por la radio: escuchaba Radio Colonia en una Noblex Carina. Cuando llegué a Mar del Plata me dijeron que la cosa estaba complicada. Empezaron las listas negras: la burocracia sindical ponía delegados en las plantas y delataban compañeros que tenían participación activa en distintas organizaciones. Los cazaban y no volvíamos a saber de ellos. A la vuelta de casa hicieron pelota una unidad básica que coordinaba un uruguayo, un tupamaro. Yo iba y venía; andaba por González Chaves, Quequén, Necochea, pero si me preguntaban, decía que estaba en Ayacucho, como para despistar. Al único lugar al que podía ir era al boliche “El búho”, que quedaba en Ortiz de Zárate y Triunvirato, porque ahí no pedían documentos y uno andaba tranquilo.

Un día vino Ángel Verón, “Anteojito”, (militante del Partido Comunista Marxista Leninista y filetero de la planta MIA) y me dijo que tenía miedo, que lo estaban siguiendo y creía que iba a caer en cualquier momento. Nos guardamos unos cuatro meses en el campo pero él extrañaba mucho a su compañera y a su hijo, que en ese momento tenía dos años. Le gustaba la fotografía, siempre andaba con un cigarro en la boca y jugaba muy bien al ajedrez, pero se deprimía mucho. Hasta que no se aguantó más y se volvió. Al final, lo cazaron y se lo llevaron junto a su compañera, algunos dicen que lo vieron en el centro clandestino de detención “El Atlético”. Al nene se lo llevó un milico que vivía a pocas cuadras pero la abuela lo pudo rescatar.

Hace un tiempo el muchacho vino a verme, es psicólogo. Lo escuché, dejé que hablara. Le dije que se parecía mucho a su mamá, Graciela Vitale, y me ofrecí a acompañarlo a los lugares en los que habíamos estado, donde habíamos compartido con “Anteojito”. Después me mandó a decir que mejor no, que tenía miedo y eso hay que respetarlo.

A veces me preguntan si todavía tengo miedo cuando paso por algunos lugares. Algunos compañeros, sobre todo los que pudieron salir, quedaron mal; se les fue la película para atrás. Yo no tengo miedo pero siempre sigo en alerta. Porque para mí ser militante es siempre poner en riesgo la propia vida. Antes y ahora, porque los platos rotos siempre los paga el trabajador que reclama y sólo recibe palos y balas, y por eso hay que militar.

Durante el gobierno de Solá, en una de las tantas marchas de docentes que acompañamos, escuché a una maestra que hablaba con otra, le decía que estaba preocupada porque habían dicho que iban a descontar los días de paro y ya llevaban cuatro o cinco. Entonces me acerqué y le dije: Compañera, sin ánimo de polemizar, no piense en lo que pierde, sino en lo que gana con luchar por sus derechos. Para mí, la militancia es una forma de vida e, incluso, implica poner en riesgo la vida.