#200

Esta columna de El Escribiente es la número doscientos. Así como para las cien elegimos algo simbólico, en este caso vamos por tres hechos que marcaron la historia de la literatura hace exactamente doscientos años.

Doscientos domingos con El Escribiente.

18 de Septiembre de 2022 08:40

El 200 es un número natural. En matemáticas se lo considera un número de Harshad, o número de Niven, es decir, es uno entero divisible entre la suma de sus dígitos en una base dada.

Los romanos lo apuntaban como CC, los jónicos con σ´, los chinos como 二百 y en el sistema binario se apunta como 11001000.

Según se dice, el número 200, simbólicamente, es una mezcla de atributos y energía de los números 2 y 0. El número 0 aparece dos veces, lo que amplifica su energía. El número 2 en general simboliza servicio, dualidad, deber, asociaciones, relaciones, cooperación, adaptabilidad, equilibrio, armonía, receptividad, consideración, servicio y amor. El 0 simboliza la energía de lo Divino y la energía del Universo. Amplifica las vibraciones y la energía de otros números. Este número significa el desarrollo de tu espiritualidad.

Nos convoca el número porque hoy es El Escribiente 200. Doscientas columnas hablando de libros. Doscientos domingos con su amable lectura.

Cuando llegamos a las cien compartí la página 100 de varios libros. Hoy compartiré algo de lo que ocurrió hace doscientos años. Hechos que, de alguna manera, se cruzan con la literatura y mis gustos.

1 El 27 de septiembre de 1822, en Francia, Jean-François Champollion anuncia que ha descifrado la piedra Rosetta:

Según cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco - La invención de los libros en el mundo antiguo, “Napoleón, que soñaba con seguir los pasos de Alejandro, había llevado a sus tropas a calcinarse en el desierto de Egipto con la sana intención de molestar a sus enemigos británicos. La expedición fue un fiasco, pero sirvió para que los europeos se enamorasen de las antigüedades faraónicas. En las cercanías del puerto de Al Rashid, que los franceses llamaban Rosetta, un soldado encontró —mientras trabajaba en las obras de construcción de una fortaleza militar— una losa con extrañas inscripciones. Ese trozo de piedra sería universalmente conocido tiempo después con el nombre de piedra de Rosetta.

Esta pieza memorable es un fragmento de una antigua estela egipcia donde el rey Ptolomeo V ordenó grabar un decreto sacerdotal traducido a tres tipos de escritura —jeroglífica, demótica (la última fase de la escritura egipcia) y griega—, algo parecido a la publicación de una ley autonómica de nuestros días en las tres lenguas cooficiales de la región. Un capitán del cuerpo de Ingenieros que trabajaba en Rosetta comprendió que aquella estela rota era un descubrimiento valioso e hizo trasladar sus 760 kilogramos de peso hasta el Instituto Egipcio de El Cairo, recién fundado por el enjambre de sabios y arqueólogos que viajaban junto a las tropas de la expedición francesa. Ellos realizaron impresiones con tinta, que más adelante distribuirían entre los estudiosos atraídos por el desafío. Cuando el almirante Nelson expulsó al Ejército napoleónico de Egipto, se apoderó de la piedra de Rosetta entre un rechinar de dientes franceses, y la trasladó al Museo Británico, donde hoy es la pieza más visitada (…). Quien intenta descifrar una lengua desconocida se adentra en un caos de palabras, persiguiendo sombras. Es una tarea casi imposible si no hay un asidero para comprender el sentido, si se ignora incluso el asunto del que tratan las frases enigmáticas. En cambio, cuando existe una traducción del texto misterioso en un idioma conocido, el investigador ya no está perdido porque tiene entre las manos un mapa del territorio inexplorado. Por eso, los lingüistas intuyeron enseguida que el fragmento griego de la piedra de Rosetta abriría las puertas del idioma perdido del antiguo Egipto. La aventura de su desciframiento despertó un nuevo interés por la criptografía, que a finales del siglo XIX y principios del XX invadiría la imaginación de Edgar Allan Poe en su cuento «El escarabajo de oro», y de Conan Doyle en «La aventura de los bailarines».

El nombre de Ptolomeo fue la llave que abrió la cerradura. Después de siglos de sigilo, los papiros y los monumentos egipcios volvieron a hablar. Hoy existe una iniciativa llamada Proyecto Rosetta que aspira a proteger de la extinción a las lenguas humanas. Los lingüistas, antropólogos e informáticos responsables del proyecto, con sede en San Francisco, han diseñado un disco de níquel donde se las han ingeniado para grabar a escala microscópica un mismo texto en su traducción a mil idiomas. Aunque muriese la última persona capaz de recordar alguna de esas mil lenguas, las traducciones paralelas permitirían rescatar los significados y las sonoridades perdidas. El disco es una piedra de Rosetta universal y portátil, un acto de resistencia frente al olvido irrevocable de las palabras”

2 El 8 de julio de 1822 muere el poeta romántico Percy Bysshe Shelley.

En su magnífico libro La mujer que escribió Frankenstein, Esther Cross nos narra que “… Una vez, Shelley le dijo a su amigo Trelawny que no sabía nadar. Se sacó la ropa y se tiró al lago. Trelawny lo vio flotando boca abajo, sin reacción, con los brazos abiertos. Cuando lo sacó del agua, Shelley le dijo que creía que en el fondo estaba la verdad. Se compró un barco, el Don Juan. Lo navegaba con su amigo, Williams y había contratado un marinero, Charles Vivian. Un barco, el símbolo del viaje romántico. Shelley salió con su barco. Es como decir que el romanticismo salió al mar, a la naturaleza imponente. Había tormenta. ¿Tuvo miedo? ¿Pensó en Mary? ¿O eran tan romántico que pensó en verso, que pensó algo más intelectual, apasionadamente inteligente? Si se proyectan algunas anécdotas de su vida en ese momento, no sería raro que haya tratado de ayudar a Williams y a Charles Vivian. Navegaba en esa embarcación, que sabía inestable, sin saber nadar. ¿Era un temerario? A lo mejor estaba seguro de que no podía pasarle nada. A lo mejor estaba convencido de que hiciera lo que hiciera iba a ahogarse, de todas maneras, en cualquier momento. Se fue de viaje —que es el símbolo del romanticismo— en un barco —que es el símbolo de ese viaje—. Y se hundió…”

El 8 de julio de 1822 muere el poeta romántico Percy Bysshe Shelley.

3 El 6 de enero de 1822 nace el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, que pasará a la historia por descubrir las ciudades de Troya y Micenas:

La crónica de Hugo Francisco Bauzá en La Troya Homérica: de Schliemann a Korfmann narra que: “Heinrich Schliemann se presenta como un caso notable y singularísimo en la historia de la cultura occidental. Pese a proceder de orígenes muy humildes pasó a ser una de las personas más acaudaladas de Europa en el siglo XIX y se convirtió en un políglota de nota (…) Merced a sus descubrimientos en Troya, Micenas, Orcómeno y Tirinto llegó a ser una de las personalidades más célebres del siglo XIX. En páginas autobiográficas Schliemann recuerda que en la navidad de 1829, cuando sólo contaba con siete años, su padre le obsequió la Weltgeschichte für Kinder de Georg Ludwig Jerrer, en una edición ilustrada con grabados. Uno de ellos representaba la figura de Eneas llevando a Anquises, su progenitor, sobre sus hombros y a Ascanio, su hijo, de la mano; el grupo salía por la puerta Escea en momentos en que la ciudad comenzaba a ser presa de las llamas. El pequeño Heinrich pidió datos a su padre sobre esa imagen y éste se limitó a referirle que se trataba de una fantasía urdida por Homero en composiciones célebres, más el niño intuyó que esa escena debía tener una base histórica. De ahí nació su firme propósito de develar el misterio de la antigua Troya como meta de su vida.

El 6 de enero de 1822 nace el arqueólogo Heinrich Schliemann, que pasará a la historia por descubrir la ciudad de Troya.

Años más tarde, la intuición y tenacidad de este comerciante devenido arqueólogo por pasión a los textos homéricos y a su obsesión por demostrar el trasfondo histórico de esas epopeyas hicieron que pudiera localizar en la llanura de Hissarlik (Turquía) el sitio donde otrora estuviera emplazada Ilión (Troya), pero sus hallazgos arqueológicos no se redujeron sólo a esa región del Asia Menor, sino que excavó en lo que en la antigüedad fueron importantes sitios de la Hélade. Lo hizo también en Ítaca, la legendaria isla de Odiseo, en la Micenas "rica en oro", según la denomina Homero, en 1874, en Orcómeno en 1880 y en Tirinto, en 1884, obteniendo siempre resultados sorprendentes. Sobre la importancia y significación de sus hallazgos, Sabatino Moscati explica que sin ninguna duda, a "Schliemann le debemos la demostración del fundamento histórico de tradiciones que la ciencia de su tiempo relegaba al mundo de la pura fantasía".

 

Tres hechos que celebran el contacto con la literatura. La piedra Roseta, el poeta Shelley y el encuentro de las bases de la ficción occidental. Tres hechos que, a doscientos años, aún hoy conmueven. Tres hechos que empujaron hacia el futuro la opción siempre tan atractiva de acercarse a la lectura.

Doscientos domingos con El Escribiente. Por muchas más buenas lecturas…