En el principio fueron escritos contables

La escritura surgió en la Mesopotamia. Los sacerdotes la implementaban para ordenar cuentas y propiedades. También allí nació la primera biblioteca y también ahí se la quemó por primera vez. Gilgamesh y sus repercusiones.

Ashurbanipal estaba tan enamorado del saber que ordenaba a sus oficiales que trajeran cualquier texto para enriquecer su colección.

12 de Marzo de 2023 10:44

La Mesopotamia: tierra entre dos ríos, zona privilegiada donde comenzó a iluminarse todo un poco más desde el inicio, donde convivían las primeras ciudades, los primeros regadíos, los primeros monumentos, donde también se colgaron jardines y donde aparecen las primeras pirámides escalonadas para que desde ellas se lean las estrellas. Ahí aparece la escritura: “El genial invento de inmortalizarla en el barro adánico. El deleznable material hecho roca eterna en la hoguera, para atesorar la palabra humana” al decir del humanista José Luis Sampedro.

Sabemos que esta surgió por necesidades administrativas alrededor del 3100 a.C. cuando los sacerdotes, necesitados de controlar los bienes, comienzan a utilizar la representación de palabras y objetos como escritura pictográfica. Con el paso del tiempo, este sistema no sirvió para representar ideas, entonces evolucionó en una escritura cuneiforme que se llamó en latín cuneus (cuña) por la forma de las incisiones en las tablillas de arcilla.

En ese contexto, se lo menciona al nieto de Senaquerib, Ashurbanipal, como el último gran monarca asirio. El gran legado se lo debemos a él, ya que fue el primero en crear una biblioteca en su ciudad, a orillas del río Tigris, conocida como Nínive. En ese espacio se empezaron a organizar los archivos según temáticas: astronomía, astrología, medicina.

Si bien eran solo para especialistas y escribas, alguno de los ejemplares eran copiados para depositarlos en la biblioteca personal del rey. “Ashurbanipal estaba tan enamorado del saber que ordenaba a sus oficiales y mandatarios que trajeran cualquier texto que no estuviera bajo su poder para enriquecer su colección. De hecho, algunas de las tablillas que poseía eran las copias de ciertos textos sumerios y babilonios que se editaron con su traducción al acadio” sostiene José Antonio Cabezas, en En busca del fuego (Espasa2020).

Portada del libro de José Antonio Cabezas En busca del fuego.

En el siglo XIX, Hormuzd Rassam descubrió la reconocida “gran biblioteca de Nínive” compuesta por la colección de textos en escritura cuneiforme del mundo, para ser llevada al Museo Británico de Londres.

Del inventario se desprende que son alrededor de 20 mil tablillas de arcilla, pero también aparecieron placas de madera recubiertas de cera. La gran mayoría estaba en formas aisladas y unas pocas unidas por bisagras. Eran de diferentes formas (las cuadrangulares traían transacciones comerciales y las redondas información agraria) y tamaños y su grosor era de 2,5 centímetros.

En el 612 a.C, Nínive fue arrasada por los aliados de Cíaxares y Babilonia y prendieron fuego el palacio y su biblioteca.

En los estantes las cargaban de canto y estaban distribuidas por temas. Eran enumeradas y, en muchos casos, en la primera página se escribía la última frase de la tablilla anterior, “para así intentar que no se extraviaran las diferentes partes y para tener un registro adecuado de los textos. A esta forma de paginar se la conoce como íncipit (del latín incipit, ‘empieza’)”, aclara Cabezas.

Las obras eran buscadas por todo el territorio conocido. Ya con el material, los escribas lo transcribían con todos los detalles (al final aparecía su nombre) y, sobre todo, si se trataba de una obra completa o incompleta.

En el 612 a.C, Nínive fue arrasada por los aliados de Cíaxares y Babilonia y prendieron fuego el palacio y su biblioteca. Muchas de las tablillas quedaron enterradas entre sus restos y así sobrevivieron hasta su descubrimiento. Entre ellas se encontró la Epopeya de Gilgamesh, una de las obras más antiguas de la literatura universal (o Bilgames, como se lo nombraba en los textos más antiguos).

La epopeya, los cinco poemas hasta hoy conocidos, está considerada como una de las grandes obras maestras de la literatura universal.

Ambientada en la antigua ciudad de Uruk, cerca de Nippur, un autor anónimo nos presenta al héroe que “vio en lo profundo”: Gilgamesh. Hijo de diosa y hombre y tenaz buscador de la inmortalidad tras llorar la muerte de su más que amigo Enkidu.

La versión estándar de la epopeya babilónica se conoce a partir de un total de setenta y tres manuscritos: los treinta y cinco de aquella biblioteca del rey Ashurbanipal en Nínive, los más antiguos, ocho tablillas y fragmentos procedentes de otras tres ciudades asirias y treinta de Babilonia.

Pero ¿de qué se trata la epopeya más antigua? El poeta Rainer Maria Rilke quedó fascinado por la obra. Sentenció, “¡Gilgamesh es prodigioso!” y sostuvo que el poema era, ante todo, “la epopeya del miedo a la muerte”.

Si bien, en lo recuperado hasta el día de hoy, la temática le da la razón a Rilke, la historia habla de mucho más. Muchos la piensan como una historia de aprendizaje, una historia de iniciación, para hacer frente a la realidad, debido a que Gilgamesh se presenta como un joven inmaduro que, para el final, reconoce el poder de la muerte y con esto alcanza su madurez reflexiva. Parecería claro que no era la intención mostrar solamente las gloriosas hazañas del protagonista, sino también el costo de estas: el sufrimiento y el dolor que lo acosan mientras busca sin esperanza.

Todo esto en medio de un mundo perdido y arcaico donde los seres humanos conviven con los dioses y mientras se van haciendo descripciones de costumbres, políticas, sueños y vínculos. En ella también aparece, inteligentemente, el relato tradicional del diluvio que luego se contará en la Biblia, con el mismo fin: tratar de acabar con el género humano cuando la raza humana recién aparecía en el mundo (una historia que se repetirá en distintas religiones y culturas del mundo).

Rainer Maria Rilke quedó fascinado por la obra. Sentenció, “¡Gilgamesh es prodigioso!”

Cuentan que cuando George Smith, el asiriólogo que tradujo por primera vez las primeras tablillas de la Epopeya, al descubrir el texto del diluvio, comenzó a leer las primeras líneas y dijo: “Soy el primer hombre que lee estos caracteres después de dos mil años de olvido”. Y dejando las tablillas sobre una mesa, empezó a saltar y a correr por toda la sala, gritando muy excitado, comenzó a sacarse la ropa ante la sorpresa de los presentes.

Aún hoy se siguen encontrando en la zona nuevas partes de la Epopeya. Nuevas tablilla que van cerrando las lagunas de la narración. Uno sueña que, para dentro de algún tiempo, las fuentes permitan completar la historia y disfrutarla como era hace más de dos mil años.

Pasó mucho tiempo de aquellas tablillas. El alfabeto vino más tarde y siempre fue pensado como un intruso. Y como a todo intruso, extranjero, con él había que ser hospitalario.

El uso de la escritura se extendió a paso lento. Convivió bastante tiempo con la oralidad, pero los relatos comenzaron a tener forma por escrito. Lo cierto, y lo más maravilloso, es que desde siempre fue pensada como un seguro para que no gane la nada. En ella se suspende el tiempo. Lo efímero permanente. La escritura y todo un acto de resistencia frente al olvido.