Historias que cuenta nuestro pueblo

Lo popular y lo misterioso siempre fueron los condimentos esenciales para que, cada una de muchas historias, se conviertan en mitos o leyendas. El paso del tiempo permite luego  que cada pueblo se apropie y se identifique. El arte de contar historias es tan antiguo como el arte de buscarse en las raíces.

27 de Diciembre de 2020 08:19

Los personajes que protagonizan estos mitos y leyendas de la Argentina son surgidos de nuestra propia tierra, de nuestra propia cultura popular. El misterio y la creencia los contextualizan. Nuestra curiosidad es su mejor aliada en eso de saber que generan y cuál es ese origen ritual.

El gran logro de Iris Rivera en Mitos y leyendas de la Argentina. Historias que cuenta nuestro pueblo (Estrada – 2013), con ilustraciones de Diego Moscato, es casualmente, permitir que la leyenda se apropie de cada uno de los personajes desde el primer momento, sumándoles una condición de sufrientes, pero a su vez de salvadores.

Por el libro transitan El sombrerudo, El lobizón, El gauchito Gil, La viuda, entre otros. Todos nos cuentan su suerte, pero también el recuerdo perdurable, así como la tradición, que, precisamente,  los convierten en casi figuras literarias.

Cada uno de ellos rescata nuestra cultura popular y nuestros orígenes.  Cada uno de ellos desprende un encanto  que, al conocerlos, nadie puede despojarse  de su influjo. Al menos nadie que no sea sensible a nosotros mismos.

Dice la autora, “Lo que se dice de todos ellos, en los mitos y las leyendas que cuenta la gente, ilumina la realidad de una manera que podemos llamar ‘poética’. No son verdades comprobables, pero son relatos que iluminan con una luz distinta los hechos reales. Y esta manera de mostrar la realidad tiene que ver con el arte de contar historias”.

Entonces, no quedan dudas del tiempo en que perdurarán las historias populares, siempre marcándonos el camino de la identidad y de lo propio.

Santos Vega

Vega fue el apellido con que el gaucho Santos firmó contrato con el diablo. Santos Vega firmó, sangrante y desnudo, en lo más profundo de la Salamanca. Y con esa firma vendió su alma. A cambio, Mandinga le iba a cumplir su deseo de ser cantor famoso, artista grande.

Santos Vega firmó y, al levantar la pluma, un alboroto infernal de brujas y brujos estalló en la cueva. En las entrañas de la Salamanca se festejaba la compra que había hecho el diablo (…)

Allá vuelve, legua y legua, hacia sus pagos bonaerenses. A ver si vale la pena haber hecho el trato que hizo. Haber vendido el alma que vendió. Muchos días tarda en llegar hasta la pulpería aquella donde un viejo muy entendido le contó los secretos de la Salamanca. Tarda mucho, pero es allí adonde quiere ir. A empezar su carrera de cantor. El viejo lo ve entrar y arruga el ceño. No parece cansado el gaucho Vega, y eso que viene de tan lejos. Cuando se cruzan las miradas, el viejo sabe que el mozo ha encontrado la Salamanca y que ha firmado contrato con su sangre.

Con la guitarra a la espalda, sin permitirse una sonrisa, el gaucho pide una caña y se la baja de un  trago. Ahora sí, guitarra en mano, alza el pie sobre una silla. Todavía no ha tocado una cuerda, cuando ya lo están mirando. Es Santos Vega, sí, pero parece otro. La frente despejada, los ojos como chispas. Las manos acarician las cuerdas como si fueran cabellera de mujer. Y el aire del boliche se podría cortar con un cuchillo.

Ahora está sonando el primer rasgueo. Ahora el cantor improvisa los primeros versos. Tristes palabras de patria sufrida. Bellas como nunca hubo otras. Santos Vega es poeta ahora. Y a aquellos gauchos rudos, castigados por el sol de la pampa, se les derrite, con cada acorde, el corazón.

Toda la noche cantó el payador. Y la audiencia, embrujada.  Y la noticia corrió de tal manera, que al boliche acudieron, al otro día, más de cien paisanos. Y a la siguiente noche, eran doscientos.

De los pueblos vecinos lo venían a buscar. A nadie se negaba Santos Vega. Empezó a galopar de pueblo en pueblo. Y no quedaba uno que no lo fuera a escuchar.

En un suspiro  se le pasaban los días al gaucho artista. Y los meses y los años. Su vida no podía ser  más venturosa mientras su fama se alargaba (…).

Pero el cantor se iba de cada pueblo pensando que los diablos habían llegado a buscarlo. Y se acercaba al siguiente pensando que los diablos lo esperaban allá. Su galope por la piel de la pampa se convirtió en un largo escapar. Pero nada pasaba. Y esa guitarra y ese canto seguían hechizando al pueblerío (…).

Una tardecita, después de un partido de pato, unos cuantos paisanos estaban a la sombra de un ombú. Algunos dormitaban, y Santos Vega era uno de ellos. Los que andaban despiertos vieron llegar un jinete al galope y desmontar de un salto. Algunos otros despertaron; pero Santos Vega, no. Entonces el jinete se dirigió a él y, sin más trámite, lo despabiló de una sacudida. Después, poniendo a todos por testigos, lo desafió a cantar.

—A ver cuál de los dos es el mejor —le dijo.

—¿Y vos quién sos? —le preguntó, altanero, Santos Vega.

Juan Sin Ropa —dijo el otro.

Y todo el paisanaje se echó a reír.

Pero Juan Sin Ropa se sentó en un raigón del ombú y empuñó su guitarra. Cuando la risa general se calmó un poco, Santos Vega pidió que le alcanzaran la suya, se sentó a su vez y comenzó a cantar. Otra vez le cantaba a la patria, y fue su canto el más dulce, el más triste y más bello de los que hasta el momento había cantado. El paisanaje lo escuchaba con silencio de misa. Más parecía canto de ángel que de gaucho argentino. La noche ya avanza sobre la sombra del ombú, cuando Juan Sin Ropa alza la mano, toca una rama. Brota una gran lengua de fuego. Los paisanos se persignan y al mismo tiempo dan un paso atrás. Las llamas envolvieron a Juan Sin Ropa como lo hubiera envuelto un poncho. Santos Vega se pone en pie.

Pero así, emponchado en llamas, Juan Sin Ropa canta. Hace música y canta. Y es su voz tan potente, suenan sus cuerdas con tan terrible belleza, que Santos Vega va agachando la cabeza a cada acorde, a cada verso. Cada nota le pesa sobre los hombros, lo encorva. Va resbalando hacia el suelo. Se va doblando como quien se marchita. Con el rasgueo final, Santos Vega llora sobre su guitarra:

-Estoy vencido —declara.

El fuego de Juan Sin Ropa se propaga entonces hasta encender todo el ombú. Los paisanos retroceden más. Y es solo para ver cómo las llamas caen sobre Santos Vega. Y en un respiro lo consumen hasta volverlo ceniza. Por una grieta del suelo, Juan Sin Ropa escapa convertido en serpiente. Y la serpiente se lleva el alma de Santos Vega. Esa que Mandinga había venido a cobrar.

La Telesita

(…) Pura, la casi niña de los pies que casi no tocaban el suelo cuando salía a bailar. Pero vino la desgracia. Y de hoy para mañana se quedó huérfana la Telesita. De padre y madre. Un   dolor hondo la desbarrancó por dentro. La Telesita giró, giró, giró con giro atormentado y sin saber llorar. Sus pies livianos la impulsaron hacia el monte espeso. Iba escapando del dolor aquel y lo llevaba con ella. No eran los pies, era el dolor el que se la llevaba monte adentro. Nadie pudo encontrarla porque no se detuvo en ningún sitio. Iba siempre escapada, como un alma que se ha llevado el diablo y no la piensa devolver.

Había pasado el tiempo. La habían buscado hasta no encontrarla. Ya la daban por perdida. Pero jamás por olvidada. Y había fiesta en el pueblo (…) En eso, un paisano señaló algo ahí, con los ojos redondos. Ahí, de pie, flacucha, con la ropita pobre desgarrada, estaba la Telesita. Con su carita roja al resplandor de las brasas, la casi niña. Ahí, traída por la música, por el olor a baile. Descalza, con un cantarito de agua en la cabeza. Ahí le floreció en toda la cara la sonrisa embobada. Y, con los pies de espuma, la casi linda empezó a bailar.

Sola en el mundo parecía, sola. Golpeaba el cantarito siguiendo el ritmo de la chacarera. Apartada de todos, hipnotizada por la luz del fogón. Y el baile fue más baile y la fiesta más fiesta, porque había vuelto la Telesita… Ella seguía bailando sin amainar  la sonrisa. Le sonreía al aire, a la nada, a las brasas, a la música que le ponía burbujas en los pies. La que le hacía olvidarse, mientras sonaba, de aquel dolor que no sabía llorar.

Cuando el último guitarrero se durmió, el aire quieto se vació de música. La Telesita se detuvo en la mitad de un giro, miró acá, miró allá, se le encogió la sonrisa. Y aquel dolor de siempre se la volvió a llevar al monte oscuro.

Cuando los otros bailarines se fueron despertando, no la encontraron. Otra vez se había ido la Telesita. Otra vez, sí... pero no igual que antes. Porque ahora sabían cómo hacerla regresar. Todo era armar el baile y ella volvía. A bailar y bailar hasta la aurora. Y la gente del pueblo comenzó a hacer eso. Cada tanto armaban fiesta para volver a verla. Y la volvían a ver. Pero hubo un día terrible de terrible invierno. Allá lejos, sobre el monte, se veía la luz de una gran quemazón (…).

Rápidamente se reunieron bombos, guitarras y violines para que la música sonara mucho y la  atrajera hacia el pueblo. Para que el incendio no la atrapara. Pero la Telesita no venía. Y el resplandor era más grande; la música, más fuerte. Y la Telesita no llegaba. Porque era cierto que tenía frío y que se fue acercando al incendio. Y que llegó a un lugar donde, aunque el bosque aún no ardía, el viento se coló a traición. Hizo crecer una llamarada en un árbol seco. La llama alcanzó el borde de su vestidito roto. Y lo incendió. La Telesita corrió como una antorcha humana. Corrió del fuego y lo llevaba con ella, como antes había llevado aquel dolor. Las llamas bailaron una chacarera ardiente con la Telesita. El viento traicionero las hacía bailar. Así se consumió la casi linda. Como bengalita flaca, la casi niña. Como estrella fugaz.

Pero dicen en Santiago que la Telesita nunca se iba para no volver. Y que por eso su alma anda en los montes todavía. Por ahí. Entonces, cuando llega la seca  y el ganado no tiene ni un pastito, se arma baile en el pueblo. Y también, un banquete para invocar su nombre. Pues hay que hacerle una promesa para que venga a ayudar… Y hay que hacer un monigote de papel y trapo que la  represente, y acostarlo sobre una mesa… Dicen que la Telesita, que es alma pura y buena, viene a bailar con ellos, invisible, hasta el  amanecer. Y a esa hora, entre la noche que acaba y el día que comienza, se quema el muñeco. Hay cohetes qué estallan como las ramas secas del incendio que la consumió. Y al otro día, o al otro, seguro que la Telesita les manda toda el agua que ella no tuvo para salvar su vida. Toda la lluvia que el monte santiagueño nunca, nunca, le deja de implorar.

 

Estas, entre tantas otras creaciones, permiten comprender la esencia de lo cultural. Partiendo de esto se trató de darle sentido a la realidad. Maravillosa creatividad con la cual el ser humano puso a resguardo su sabiduría, sus creencias, sus miedos y hasta su forma de pensar.