Tareas de inteligencia y "lavado de cerebros": cómo actuaba la secta del instructor de yoga

Mientras Eduardo de Dios Nicosia daba clases de yoga, Fernando Velázquez, su socio, buscaba eventuales víctimas y, gracias a sus conocimientos específicos de Psicología, las hacía ingresar a la organización.  

El detalle de las perversas maniobras de la "secta del City".

18 de Noviembre de 2021 19:08

Las maniobras que durante aproximadamente medio siglo permitieron el sostenimiento de la terrorífica secta religiosa del hotel City contemplaron tareas de inteligencia sobre las posibles víctimas, “lavado de cerebros” para convencerlas de entregar todos sus bienes en favor de la organización y traslados a otras ciudades o países, una vez que consideraban que la zona había quedado “agotada” y era necesario buscar un nuevo público. 

Según se pudo acreditar en la investigación judicial, Eduardo Agustín de Dios Nicosia y Fernando Ezequiel Velázquez, principales responsables de la red criminal, comenzaron a actuar en la década del ‘60, época en la que lideraban un grupo religioso y de estudios yoguísticos (Instituto de Estudios Yoguísticos Yukteswar). Nicosia, autoproclamado “gurú” y “líder espiritual”, dictaba clases de yoga en distintos salones de Capital Federal para atraer a sus eventuales víctimas, mientras que Velázquez -de profesión psicólogo- se ocupaba de marcar a los próximos “blancos”.

El plan que ejecutaban con éxito consistía en captar y acoger a personas aprovechándose de diferentes situaciones de vulnerabilidad: baja edad, circunstancias familiares adversas, crisis emocionales, falta de contención o con bajos recursos económicos y de educación, entre otros. Una vez identificadas, se les acercaban para invitarlas a sumarse, primero, a la congregación y luego, a reuniones espirituales.

Por medio de engaños, De Dios Nicosia, las persuadía para que entregaran sus bienes a la organización e hicieran aportes económicos a las arcas del “ministerio”. El argumento que exponían arrojaba buenos resultados: les hacían creer que el único modo de alcanzar un “estado de espiritualidad excelso” era quedando desprovistas de los “placeres mundanos de la vida terrenal”. A su vez, las aislaban de sus entornos para evitar que la operación fracasara. Entonces, marginadas del mundo exterior, las víctimas terminaban reducidas a la servidumbre y eran objetos de explotación económica, sexual y laboral.

En el artificio, Velázquez -cuyo nombre monástico era Krishnananda Saraswati- tenía un rol central: apelando a sus conocimientos específicos de Psicología, se ganaba la confianza de la potencial víctima, le brindaba a su socio Nicosia una suerte de perfil clasificado y sugería a quienes reclutar. Tal logística criminal operó durante cinco décadas y si bien lo hizo en distintas jurisdicciones, fue de forma ininterrumpida y afectó, al menos, a 32 personas.

 

El costo de alcanzar el bienestar comunitario

El dinero y los bienes cedidos por los damnificados garantizaron que, a lo largo de todos esos años, la red tuviera una constante capitalización y pudiera expandirse. Los inmuebles cedidos eran alquilados o se utilizaban para acrecentar los negocios que Nicosia y Velázquez desarrollaban; mientras que los vehículos eran utilizados como remises, conducidos por las propias víctimas durante largas jornadas laborales y sin ningún tipo de retribución. La excusa, siempre la misma: todo en pos del bienestar comunitario.

Si bien su principal centro estaba en Mar del Plata, era habitual que la organización criminal y sus fieles migraran a otras ciudades, incluso, durante años. Los traslados se daban una vez que consideraban que el territorio estaba “agotado” y para evitar generar sospechas. Sin embargo, nunca abandonaban del todo esos lugares: dejaban a un grupo de fieles y discípulos para que continuaran con sus actividades lucrativas.

Previo al establecimiento de la secta en el hotel City, entre los años ‘70 y ‘80, el establecimiento Litoria cumplió la función de base operativa de los yoguis. Las instalaciones se encontraban en calle Buenos Aires 1928, frente al Casino Central, y eran propiedad de una mujer identificada como “Pepita” (ya fallecida), quien las había cedido a la organización tras sumarse a ella. En esas habitaciones se alojaban a discípulos díscolos a modo de castigo y el propio Velázquez, que se desempeñó como administrador del hotel entre 1977 y 1984, se ocupaba de controlarlos. Si bien no eran expulsados de la organización, eran apartados de la estructura central y continuaban sometidos a la red de explotación. 

En la causa judicial consta, por ejemplo, que entre 1986 y 1987, una mujer vendió un departamento que tenía en Lavalle al 1600, en Caba, y le entregó el dinero a Nicosia para entrar a la secta. Lo mismo ocurrió en 1988 con otro inmueble ubicado en calle Caracas al 200, también de Capital. Esto tenía un doble propósito: despojar a las víctimas de cualquier vía de escape y expandir la empresa criminal, ya que en esas locaciones podían alojar a los nuevos fieles captados y tenerlos bajo control.

 

Incluso, un hombre que cayó en la red y que, según testigos, habría sido asesinado varias décadas atrás por Nicosia, había vendido un departamento de calle Rawson al 500 y entregó el dinero ante las exigencias del “gurú”.

La organización también adquirió un inmueble en la localidad bonaerense de Francisco Álvarez gracias al aporte de varios fieles y con cuya hipoteca, años más tarde se gravó la compra del hotel City. Cada uno de los bienes eran registrados a nombre de terceros, jamás de Nicosia. De hecho, a la luz de los informes financieros y bancarios, el yogui era una suerte de “muerto civil”: en su más de 70 años de no registraba empleo, no poseía ingresos y tampoco bienes de ningún tipo a su nombre.

Además, la instrucción pudo relevar una serie de inmuebles que en un principio fueron registrados a nombre de las víctimas y, al final, pasaron a estar con el de Silvia Capossiello, pareja de Nicosia.

 

Trabajo esclavo y naturalización de los vejámenes dentro de la secta

El círculo de ingresos de la organización consistía, por un lado, en lo producido por la explotación y venta de las matas, bonsáis, decoraciones y muebles; lo recaudado por el alquiler de las habitaciones y la realización de eventos en el Hotel City, además del dictado de conferencias y clases por parte de Velázquez, o las clases de yoga a distancia dictadas por Nicosia. Eso se complementaba con el negocio del feng shui y venta de muebles, entre otras actividades.

A la hora de repartir las tareas y trabajos, dentro de la organización se distinguían a sus integrantes entre “discípulos externos” e “hijos” y, a su vez, de acuerdo al género. Sin embargo, nada diferenciaba a uno de los otros en cuanto a la explotación laboral. A los varones se les asignaban tareas de albañilería, diseño de plantas artificiales o mueblería, de acuerdo a lo que ordenara el propio Nicosia. Mientras, las mujeres debían realizar quehaceres domésticos (lavar ropa, cocinar, limpiar) y colaboraban con la jardinería.

Los discípulos eran sometidos a aprender distintos oficios para que tuvieran habilidades para realizar cualquier tipo de tarea. La explotación comenzaba, prácticamente, con sus nacimientos. Técnicas de “lavado de cerebro”, desubjetivación, despersonalización y manipulación permanente de las psiquis de sus víctimas eran las herramientas a las que apelaba Nicosia para mantenerlas bajo control. Esto, además, garantizaba la naturalización de los vejámenes que se producían en el interior de la secta.

Era habitual que, desde la niñez y sin retribución salarial, las víctimas afrontaran extensas jornadas de trabajo. A cambio se les otorgaba una mínima suma de dinero (para traslados o realización de gestiones para la congregación; no podían gastar en agua ni comida ya que existían estrictos mecanismos de rendición de gastos) y una habitación en la vivían en condiciones de insalubridad ya que las compartían con hermanos y otros miembros de la secta. También recibían ínfimas raciones de comida, por lo general, de bajo contenido proteico. Esto se revertía sólo en el caso de que las personas sufrieran un brusco descenso de peso y no pudieran continuar trabajando.

Los damnificados, por otra parte, eran obligados a solicitar créditos en entidades financieras que luego eran entregados a Nicosia. En consecuencia, quedaban atados a grandes deudas, situación que el "gurú" utilizaba para mantener el sometimiento sobre los discípulos.

Las víctimas tampoco eran escolarizadas. En la mayoría de los casos, las “esposas” les brindaban algún tipo de formación y después rendían las materias en condiciones de alumnos libres. Eso se interrumpía cuando los chicos ingresaban a la preadolescencia y se iniciaban en intensas jornadas de trabajo. A su vez, se los endeudaba a través de la expedición de tarjetas de crédito a nombre de los fieles pero que se utilizaban para comprar pasajes de avión en primera línea y demás bienes que destinados a Nicosia.

Asimismo, una vez que cumplían los cinco años, las nenas eran incorporadas a tareas de cocina y limpieza. Incluso, debían arreglarse su propia ropa.