Liberarse de las cadenas para preguntarse ¿qué es real?

Platón escribió la República en el 380 a C. Hoy en día siguen encontrándose significados y segundas historias a su Alegoría de la caverna que aparece allí en su capítulo 7. Sin dudas, la educación es la más representativa, pero también está la idea de libertad y sospecha de aquello que nos rodea y nos encadena, así como la acción de liberarse de ellas.

15 de Diciembre de 2018 17:20

La alegoría de la caverna es uno de los relatos que más resignificaciones y versiones ha tenido. Así, desde su primera versión en la República de Platón, capítulo VII, hasta Matrix y pasando por algunos textos de Borges, dicha alegoría se nos presenta con una disponibilidad de sentido hacia tantos otros relatos, donde el protagonista confunde la verdad con la apariencia.

Pero comencemos por el principio. Cuando hablamos de alegoría hacemos referencia a una figura literaria que busca, a través de la narración, poder explicar un conjunto de ideas, más allá de la propia historia que cuenta. Es decir, una historia que esconde debajo otra historia conectada.

Pero ¿qué buscaba Platón con este ejemplo en concreto? Él, en su República, buscaba exponer su pensamiento. “Platón propone la pedagogía que permita al alma realizar aquellas operaciones mentales, y además explica para qué debe llegar el filósofo hasta la cima. No es para quedarse en ella, sino para saber lo que debe hacer en el Estado: aquí Platón, una vez más, es filósofo político” explica Conrado Eggers Lan en El sol, la línea y la caverna (Colihue - 2000). Es decir, el propósito de la alegoría tiene que ver con la educación (al menos en un principio).

Platón, en boca de Sócrates, narra y describe un espacio cavernoso donde se encuentra un grupo de hombres, prisioneros desde su nacimiento por cadenas que les sujetan el cuello y las piernas. Únicamente pueden mirar hacia la pared del fondo de la caverna. Detrás de ellos se encuentra un muro con un pasillo y una hoguera en la entrada de la cueva que da al exterior. Por el pasillo del muro circulan hombres portando todo tipo de objetos cuyas sombras, gracias a la iluminación de la hoguera, se proyectan en la pared que los prisioneros pueden ver, considerando como verdad aquellas sombras de los objetos. De pronto, uno de ellos mira hacia abajo y ve que no tiene sus cadenas y decide salir al mundo exterior. Allí va aprendiendo y conociendo sobre la realidad hasta que surge la pregunta sobre volver o no para compartir lo conocido con sus compañeros. Platón nos dice que estos son capaces de matarlo y que efectivamente lo harán en cuanto tengan la oportunidad, cuando este intente desatar y hacer subir a sus antiguos compañeros hacia la luz, cosa que evidencia la vida de Sócrates también.

La vigencia de la alegoría reside en pensar nuestra vida como el hecho de vivir dentro de una caverna encadenados. Ahora bien, ¿y si salimos y nos encontramos dentro de otra caverna? Y ¿si volvemos a salir y pasamos a otra más grande?

Reitero, la vigencia de la alegoría es, causalmente, esa manera de poder seguir pensando bajo esos preceptos que se conocen como pensamiento crítico. Tener, así, la voluntad de querer cuestionar la realidad que nos rodea con su sentido común, con su normalización, con su binarismo, con sus supuestos incuestionables.

Sostiene Darío Sztajnszrajber en Para animarse a leer Platón (EUDEBA – 2012) que “estamos tan habituados a lo que nos rodea, al sentido común cotidiano, al valor de la utilidad como único valor legítimo sobre las cosas, que no diferenciamos a la sombras de sus proveniencias. Se podría incluso en nuestros tiempos pensar el rol de ciertos dispositivos como las mass-media, la informática, el híper-consumismo en la construcción del imaginario social y real de la época”.

Pero el relato da un giro y uno de los prisioneros se encuentra en determinado momento sin cadenas. Pensemos, ¿estamos tan acostumbrados a nuestras cadenas, las tenemos tan naturalizadas que no necesitamos que estén sobre nosotros? ¿Qué representan o qué son esas cadenas? ¿Podemos mencionar a los valores, las instituciones, los prejuicios, nosotros mismos como ejemplos de ellas?

Darío Sztanszrajber me asegura que “las cadenas se vuelven costumbre. Por eso no sabemos que estamos encadenados viendo el fondo de la caverna confundiendo lo aparente con lo real, ya que vemos las sombras de esos objetos que pasan entre nosotros y el fuego de la entrada. El hábito así, se instala de tal manera que es improbable distinguir lo aparente de lo real”.

-¿Cómo juega el “yo” en esta alegoría?

-La principal caverna es uno mismo. Lo que representa la caverna son aquellos condicionamientos que uno no puede evidenciar. Aquellas cuestiones que funcionan porque siguen invisibles. Entonces es más fácil, por ahí, ver cómo nos normalizan desde los medios de comunicación, pero es más difícil ver cómo nos normalizan formas que tenemos arraigadas y no aparecen tan en evidencia, como la forma del yo.

La angustiante, pero liberadora, sensación de salir de la caverna, conlleva el poder pensar que todo el mundo que nos rodea, lo que hace a lo real, es una construcción aparente. Así algunos pueden visualizarla y si salen de este mundo, luego tendrán que tomar la decisión sobre qué hacer con ese conocimiento diferencial. Se transforma así, para él, en un dilema ético.

Pero, ¿estamos en condiciones de generar lo necesario para abandonar todo aquello que suponemos incuestionable? Pensemos desde lo más grande, hasta las decisiones de nuestro día a día. ¿Es tan fácil salir? ¿y decidir salir?

Quizás la desconfianza en las sombras que vemos sea la única salvación, ya que se trata de todo un cuestionamiento ese hecho de tirar un paradigma donde se vivió cómodo para cambiar por otro que no se sabe que nos va a generar.

Peleamos con esas sombras, entonces. Todos somos prisioneros, esclavos de alguna caverna. Encadenados, sujetados dirá Michel Foucault. Sombras, todo lo que vemos. Dice Platón en la República: “…considera lo que naturalmente les sucedería si se los libera de sus cadenas… si a uno de esos cautivos se los libra de sus cadenas y se lo obliga a ponerse súbitamente de pie, a volver la cabeza, a caminar…”

Así, ese sujeto estaría arrojado a un nuevo mundo, quizás a una nueva caverna más grande, no importa. Lo que si es cierto es que su primera impresión sería de ceguera por el exceso de luz. Sería un largo proceso hasta acostumbrarse a esa luminosidad, hasta lograr ver directamente las cosas propiamente dichas a la luz de la verdad, a la luz del des-ocultamiento, alétheia (ἀλήθεια). Pero el ser humano es con “otros”. Y aquel que conoció ahora deberá volver a la caverna. Acá otra paradoja, aquel que logró ver claramente, ahora nuevamente verá penumbras cuando ingrese en la caverna producto de lo encandilado que se encuentra.

Pocas cosas podrían ser tan buenas, seguramente, como volver con la noticia sobre lo que la luz es, pero más allá de eso, narra Sócrates, “¿no se expondrá a que se rieran de él? ¿no le dirán que por haber subido ha perdido la vista y ni siquiera vale la pena el ascenso? ¿ y si alguien ensayara libertarlos y conducirlos a la región de la luz, y ellos pudieran apoderarse de él y matarlo, no lo matarían acaso?”. Como ejemplos podemos mencionar al propio Sócrates, a Jesús, a Galileo, a Giordano Bruno, a Juana de Arco entre otros. Al ser humano le gusta la comodidad, se resiste a dejarla. Buscar la salida es de audaces. Volver y trasmitir verdades, aun con el riesgo de que sean de otra caverna más grande, es de valerosos. El “desierto de lo real” nos rodea y nosotros somos solo tránsito. La desazón por esta convivencia con dicho desierto nos traspasa. “Los rostros que nos rodean cargan con esa tristeza y manifiestan ese silencio que se extiende. Ese silencio, a pesar de la historia, es decir, a causa del mito de la historia, sigue siendo ignorante de su ferocidad”, dice Pascal Quignard. Resistamos entones, resistamos a través de la pregunta y de la sospecha sobre cuáles son nuestras cadenas y cómo salimos de la caverna, la propia y la de todos.