Daniel Moyano, el escritor y su paraíso en la infancia

Daniel Moyano es de los grandes escritores argentinos. Con una vida trágica a cuestas, él encuentra su paraíso en la infancia. Amigo de Haroldo Conti y Di Benedetto, pertenece a una generación de escritores del interior del país que hizo de la literatura nacional lo más grande.

20 de Junio de 2021 13:40

Uno, cada tanto, tiene la oportunidad de confirmar por qué eligió este mundo de los libros. Y, sobre todo, uno tiene también la oportunidad de revivir aquellos que nos trajeron hasta acá. Intensa es la sensación de poder disfrutar de la literatura. De la literatura como aquello que está siempre muy cercano al ser humano.

Una de esas oportunidades me la acaba de dar el sitio La palabra precisa (www.lapalabraprecisa.com.ar), que en este mes en el que celebra un nuevo aniversario, nos propone una serie de cuentos del gran escritor argentino Daniel Moyano (1930-1992).

Creo recordar que me crucé con sus primeros cuentos en alguna biblioteca. No era (¿no es?) uno de esos escritores que se nombren permanentemente. Pero sí estoy seguro de que, desde aquellos primeros cuentos, siempre fue uno de los elegidos.

Daniel Moyano cuenta con una biografía muy dura en su haber (desde una infancia trágica y solitaria hasta la detención y posterior exilio durante el golpe cívico militar de 1976). Asimismo supo ver en la gente algo particular, algo muy transparente que luego podía volcar en los perfiles de sus personajes. Exploraba la vida y las relaciones entre seres humanos. Exploraba todo aquello que nos hace ser quienes somos, generando siempre ganancias en el lector (desde lo humano y desde lo literario).

El regreso a su obra no pudo ser mejor. Las circunstancias de la propuesta de La palabra precisa me llevan al encuentro con Ricardo Moyano, hijo de Daniel Moyano, quien amablemente desde Estambul acepta compartir algunos pareceres sobre su padre y su obra. Pero el destino tiene por costumbre reírse de tus planes. Entonces, aquello que quería ser entrevista deviene en una serie de anécdotas que nos presentan mejor a este enorme escritor.

-¿Cuánta literatura había en tu casa de chico?

- Yo no comía mucho de chico, era muy flaco. Yo solo comía pan. Mi padre le decía a mi madre: ‘Llevalo a Ricardo al médico’. Entonces íbamos y él me decía que de hambre no me iba a morir, pero que tenía que comer algo más. Entonces, a la hora de comer, mi papá me contaba cuentos o variaba los que ya sabíamos para que yo comiera. Pero no comía porque lo estaba escuchando a él. Yo siempre esperaba esos cuentos. Entonces él se divertía haciendo variaciones y yo era su oreja perfecta. De ahí nació una “compincheria”, una “camaradería” muy linda con él, siempre fue mi mejor amigo. Mi infancia pasó preguntándome qué iba a contar mi papá o qué variación le iba a hacer al mismo cuento que ya sabíamos. También había muchos libros, pero lo más divertido era escuchar sus historias. Además teníamos muchos personajes creados que reconocíamos enseguida. Por supuesto que tenía amigos poetas, pintores, pero sobre todo era gente común. Otra gente, don Sánchez, que era el de enfrente, el mecánico y muchos otros.  

- ¿Qué veía en la gente él? Porque su representación de la gente en su literatura es muy especial, muy encantadora…

- Mi padre era la persona más sencilla y común. Me imagino que tendría una percepción exacerbada  de la gente buena. Por ejemplo, hay un cuento que yo no recuerdo muy bien  pero mi madre me contó, que él se había ido a los Llanos por unos días y había visto, recorrido y escuchado historias. Y cuando volvió se encerró y lloró un montón. Dijo mi madre que fue la única vez que lo vio llorar, yo nunca lo vi llorar tampoco. Y después que se encerró, se emborrachó y lloró mucho, se sentó y escribió la Cantata para los hijos de Gracimiano, cuento que pidió escuchar, jamás me había pedido que le leyera nada. Pero ese quiso que se lo leyera. Era muy especial, muy especial…

- ¿Cómo llegó a ser escritor?

- Él de chico se educó escuchando un montón de registros de lenguas muy diferentes. En la casa de los abuelos uno era de un lado y otro del otro. Había muchos registros. Me acuerdo que entonces   su maestra de cuarto grado -calculo que tenía diez, once años- le dijo que leyese a Dickens y le dio un libro. Mi papá lo leyó y a partir de ahí, siempre con papelitos y lapicitos en la mano. Y te cuento algo más: en ese momento en la escuela primaria enseñaba a versificar. Entonces les daban un tema y ellos debían hacerlo en verso. Y le dan el tema de San Martín. Mi papá había hecho algo en octosílabos y entonces se lo muestra a la maestra y ella lo mira, se enoja y le pone un cero porque le dice que eso lo había copiado de algún lugar. Él volvió a su casa llorando, porque era chiquito, y le dio una bronca bárbara. Entonces lo volvió a escribir usando otra rima y  al día siguiente se lo llevó. Cuando lo leyó la maestra abrió los ojos grandes y lo felicitó. Desde ahí siempre  lo acompañaron las letras porque era donde él se refugiaba. Después vino todo el resto, ya teniendo lo suyo, después de los avatares de la vida. En cada libro suyo él nunca quiso repetirse, nunca quiso repetir el estilo, siempre utilizaba un nuevo registro de lengua, de tono diferente.

- ¿Queda material de él sin conocer aún?

- Hay mucho material de él, pero no libros. Hay una primera novela que él escribe, que se llama Los pájaros exóticos. La escribió para aprender a escribir una novela. Porque él quería escribir una novela pero no le salía. Entonces hizo una para practicar primero y salió esa. Después vino Una luz lejana, pero esa copia de aquella práctica la guardó y apareció con el tiempo. Aparecieron también todos los poemas escritos por mi padre.  Él escribía  muchos poemas y los repartía entre sus amigos intelectuales por ahí. Una vez me contó que en un momento uno de ellos le dijo, “Daniel, ¿y por qué no se escribe un cuento en vez de un poema?”. Entonces él fue y escribió su primer cuento y se lo llevó a esta persona. Y lo leyó con la vista y luego la esposa de él y le dijeron: “Vos dejá la poesía ya mismo y agarrá por el lado de los cuentos”. Consejo que él siguió. Luego escribió algún poema más puntualmente, pero lo suyo eran los cuentos.

-¿Cuál era su lugar en el mundo?

- El espacio y el tiempo ¿no? El espacio que es una coordenada y también lo es el tiempo. Según esa idea, mi padre había dicho que el único paraíso era la infancia, pero él había encontrado su lugar en La Rioja. En España no lo encontró hasta los últimos años,  cuando conoció a la gente de Oviedo y empezó a ir a trabajar allá. Ahí volvió a ser el Daniel que él quería ser.

-Él ganó varios premios y la Beca Guggenheim, ¿cómo vivía todo eso?

- La Beca Guggenheim se la dieron para que escribiese El trino del diablo. Ese dinero eran diez mil dólares. Ese fue el único gran dinero que vio mi familia en toda su existencia y quedó en un banco de Estados Unidos. Esto fue en el año 1973, porque el Trino del diablo se editó en el 1975. Entonces ese dinero quedó en un banco. Y cuando a mi padre lo soltaron y decidimos irnos ese dinero nos alcanzó para comprar los pasajes, alcanzó justo para los cuatros, para salir. Si no, no hubiésemos podido, fue providencial. Los yanquis por un lado sustentan a Videla para el golpe y por el otro lado nos dieron la plata para poder salvar el pellejo. Entonces esto de los premios  y las becas son relativos. Y te cuento sobre otro premio que le dieron en Francia. Era la época en que Jacques  Chirac era alcalde de París, antes de ser presidente. Creo que  papá tenía algún tipo de relación con la ciudad de Móstoles, cerca de Madrid. Él había dado un curso de algo a los chicos del lugar y le dieron un premio. Creo recordar que él había propuesto como tema El don Quijote, porque eso siempre estaba cerca, pero no sé a quién preguntarle. Finalmente gana el premio y lo tiene que recibir en París, donde Chirac se lo entregaría  en la Hôtel de Ville (ayuntamiento). Entonces mi padre me avisa que vendrá a visitarme una semana antes, ‘así lo vamos festejando’ me dice. Se vino, saludó amigos y conoció a muchos músicos argentinos también como Jaime Torres y el Tata Cedrón. Se aproximaba el día de recibir la medalla. Era una mañana a las diez de la mañana, me acuerdo, y yo vivía muy cerca del lugar. Caminando en quince o veinte minutos llegábamos. Esa mañana nos levantamos, nos preparamos para la foto y salimos para allá caminando. Cuando llegamos a la puerta de entrada me dice “A ver, ¿quién es este señor Chirac que me va a dar el premio? Porque si fuese un poeta, un científico, un artista, un médico… pero ¿este quién es? Que se meta la medalla en el…”. Yo lo miro, me rio y le pregunto si está seguro, y para nada que se iba a acobardar, para nada. Lo dejamos a Chirac ahí con la medalla en la mano.

- Uno de sus grandes amigos fue Haroldo Conti.

- Era muy amigo de Haroldo y yo también, a pesar de ser muy chiquito en aquel momento. Yo tengo el recuerdo de alguien muy alto, grandote, con voz grave. Él juntaba faroles y a mí me llamaba la atención su nombre porque era la primera vez que oía hablar de un nombre como “Haroldo”. Entonces yo lo llamaba Faroldo. Sí, eran muy amigos y además se profesaban una mutua, absoluta y sincera  admiración recíproca. Lo mismo con Juan José Hernández y Antonio Di Benedetto.

Daniel Moyano cuenta la historia de la gente y desde la gente. Despojado de toda pretensión, buscando no repetirse, veía en el ser humano lo concreto de todos los días. Aquello que nos hace y nos mueve. Moyano nos lo cuenta, nos relata, nos describe con sus juegos del lenguaje para que “cada uno después, en el tiempo, usase esas palabras como mejor le pareciese”.