Los doscientos años de Frankenstein

En este 2018 se cumplieron dos siglos de la publicación de Frankenstein, la novela con la que Mary Shelley revolucionó la historia de la literatura y creó un género literario. Un clásico indiscutible que va más allá de una simple historia que surgió una noche a través de un juego.

17 de Noviembre de 2018 16:22

Frankenstein fue algo más que el resultado de un desafío nocturno de jóvenes aburridos. Mary Wollstonecraft Shelley puso en la obra todo aquello que se pensaba y se hablaba en ese momento, pero además sumó todo aquello que la acompañó desde niña. Desde la orfandad, su madre falleció a los 11 días del parto de Mary, hasta el dolor por la soledad, pasando por la filosofía y los libros que la acompañaron de niña frente  a su tumba. Así, Frankenstein, aún hoy nos interpela sobre el lugar del otro, lo creado que surge de varios  fragmentos de vida y de muerte, hasta la relación entre el creador y la criatura, entre el filósofo natural y su vida e inteligencia artificial creada.

El 1 de enero de 1818, casi dos años después de la estancia en el lago Lemán, se publica Frankenstein o el moderno Prometeo con una tirada de 500 ejemplares. El texto no lleva firma e inmediatamente se especula que el poeta Percy B. Shelley, su marido y quien corrige el manuscrito, es su autor. Arduo trabajo le llevará a la autora poder lograr su reconocimiento.

Pero esto había comenzado más atrás. En un frío verano, en una Villa alejada y solitaria. En forma de cuento, pero con la misma intensidad y el mismo terror.

Cuentan que el verano de 1816 en Europa, fue el más frío de todo el mileno. Ese año fue conocido como el año sin verano, resultado de la violenta erupción explosiva del volcán Tambora, en Indonesia, que provocó grandes anomalías climáticas en todo el mundo. Y también cuentan que muchas variables se conjugaron para que en una misma noche de ese año, en un mismo lugar, nacieran dos de los personajes más legendarios de la literatura universal.  Dos personajes que, tarde o temprano, llegarán  a todos. Por un lado, la figura del Vampiro, que luego daría espacio al Drácula de Bram Stoker, quien combinaría este personaje con las leyendas negras del Príncipe de Transilvania Vlad el Empalador,  por otro, la pesadilla del ser viviente hecho de partes de muchos cadáveres. Esa noche nació el versionado monstruo del doctor Frankenstein. Pero además del personaje, nació también todo un género literario.

Booktrailer de El año del verano que nunca llegó de William Ospina

El lugar es la Villa Diodati. Villa ubicada en Suiza cerca del Lago de Ginebra, que fue construida por uno de los descendientes de Giovanni Diodati, el primer traductor de la Biblia al italiano. Ese  fue el escenario en el que tal Lord Byron, quien había sido expulsado de Londres por sus llamativas costumbres y hábitos, decide gastar su fortuna personal en Suiza y junto a él, su médico personal William Polidori.  Ahí se encontraron con el joven y talentoso poeta Percy B. Shelley, deseoso de conocer al poeta maldito, y su joven esposa Mary Wollstonecraft. Pero en realidad quien los presentó y propició dicho encuentro y los acontecimientos que vendrían luego, fue Clara Clairmont, hermanastra de Mary. Ella es la que, decididamente, en algún momento le envía una  carta a Byron ofreciéndose como compañía y desnudando su enamoramiento por él.

Pero aquella Villa Diodati, cuna entonces de Frankenstein y El Vampiro, también fue el escenario al que en 1638 llegaría un tal Milton, que venía de capturar noches con  Galileo Galilei. Este había invitado al poeta a mirar a través de un invento suyo al cielo. Así, uno podía acercarse, como nunca hasta ese momento, al disco plateado que corona nuestras noches. Según cuenta William Ospina en El año del verano que nunca llegó (Literatura Random House, 2015), “cargado con esas imágenes y su espíritu poético, Milton en dicha Villa, luego de padecer un sueño o una visión, vio aparecer en el cielo  a la cabeza de un ejército de ángeles rebeldes, un ángel bello y terrible que traía en su mano derecha una espada en llamas y en su brazo izquierdo un escudo luminoso. El escudo era la luna que Milton había visto con el telescopio de Galileo”. Es decir, que en ese lugar dos siglos antes de Frankenstein y el Vampiro tuvo su nacimiento el Lucifer del Paraíso perdido de John Milton.

La Villa, entonces, casi como un personaje más. La Villa Diodati con sus fantasmas imponiendo condiciones para nuevas creaciones. Lo que sigue ya es conocido: una vez encerrados y durante la primera noche del temporal, Polidori le dice a Byron que había traído consigo un ejemplar de Phantasmagoriana, un compendio de cuentos alemanes de fantasmas, y Byron propuso entusiasmado su lectura. Pero con el correr del tiempo esto no fue suficiente y alguien lanzó el desafío de escribir sus propias historias terroríficas y oscuras. Ese 16 de junio Lord Byron, entonces, propuso un juego: “¡Escribamos cada uno una historia de terror!”. Y ahí fue donde Mary, impresionada por esas conversaciones sobre las posibilidades de la electricidad y sus nuevos usos médicos, dio lugar a la historia del científico perturbado (creando así el concepto del científico loco) que trata de dar vida.

 

El sueño

Mary Shelley aprendió a leer y escribir su nombre leyendo el nombre de su madre escrito en su tumba, Mary Wollstonecraft Godwin. “Hay lugares que son un imán en la vida de las personas. Van sumando razones de atracción que los convierten en lugares necesarios” dice Esther Cross en La mujer que escribió Frankenstein (Emece, 2013). Ella  quería aquella noche del desafío, como ella misma lo dijo, escribir “una historia que tocara los miedos ocultos de nuestra naturaleza y que despertara un horror espeluznante, que hiciera que el lector temiera apartar su vista de la página un instante para mirar alrededor”. Era imposible que aquello no saliera de un sueño. Y después de muchos intentos, dejándose descansar, aparece aquello que dará origen a la novela inauguradora de un género narrativo.

Mary Shelley aclarará en el prólogo a la edición de su obra en 1831, que aquel sueño que inspiró el relato se daba en el justo momento en el que un joven médico logró dar vida a otro ser a espaldas de las leyes de la creación divina. En el sueño, Mary veía al pálido estudiante de las artes profanas arrodillado frente al ente que había armado. Vio  la espantosa figura de un hombre yaciendo inerte y que, poco después, con la ayuda de una poderosa máquina daba señales de vida y comenzaba a moverse con dificultad. Su éxito aterrorizaría al artista quien huiría velozmente de su odiosa creación y de  allí en más, su única esperanza sería que se desvaneciera la chispa de vida que le transmitió. Pero el ser volvería y se cruzaría en la vida del médico y se cruzarían también en la muerte.

 

Mary despertó e intentando no olvidar nada, pensó “¡por fin lo encontré! Lo que me hizo morir de miedo seguramente hará morir de miedo a otros”

Mary W. Shelley tenía solo 18 años en ese momento, un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalosa que finalizaría con el suicidio de la primera esposa de Shelley. Por el sueño aquel se forjará  un mito universal. Por el capricho de Clara Clairmont de estar con Lord Byron se darán las condiciones necesarias para tamaña creación ya que ella hizo posible aquellas noches fantásticas de junio de 1816, pero paradójicamente es la única que no produjo un relato. Según se narra en El año del verano que nunca llegó, ella sería también quien contaría la historia finalmente y el origen de todos los personajes.  “Un día todos los otros que estuvieron en la casa del lago aquel verano habían desaparecido, y solo quedaba Clara con el recuerdo de los diálogos y los encuentros que ella había propiciado y que produjeron tantas consecuencias. Iba de una ciudad a otra, de un país a otro, con un pequeño tesoro que custodiaba con celo extraño: un manojo de cartas de Shelley, de Byron, de Godwin y de Mary, un embrujado montón de papeles amarillentos donde permanecían detenidos unos momentos mágicos de su pasado” dice.

Clara, la más invisible de esta historia, es finalmente la clave. De hecho, Henry James re-escribirá su historia y sus secretos en Los papeles de Aspern.

 

La obra

Frankenstein o el moderno Prometeo tiene ya todo para ser un clásico. La obra se concentra en la historia de una criatura creada a partir de fragmentos recuperados de un cementerio por Víctor Frankenstein, joven estudiante de medicina. La criatura posee plena inteligencia, pero una forma repugnante y terrorífica. Así, sufre el rechazo de los hombres, se amarga y, al final, emprende una venganza contra su creador. Frankenstein comienza allí a perseguir al monstruo por todo el mundo. En el Ártico, él busca refugio en un barco, donde Walton lo escucha y narra su historia en cartas a su hermana. Allí se dará el último encuentro entre creador y creación.

La criatura no tiene nombre. El doctor Frankenstein lo llama ruina, diablo, objeto, animal, asesino, depravado, monstruo, insecto, vil, ser, criatura. En la generalidad de los casos se confunde el nombre del Doctor que dio vida al monstruo, con el nombre de este. Según Ospina “en esto hay algo profundo: si le damos el nombre de Frankenstein al monstruo, si queremos recordar en el monstruo al ser que lo engendró, es porque sentimos que la monstruosidad es algo compartido. Si la criatura deforme hecha con fragmentos de cadáveres y animada por una descarga eléctrica es monstruoso, no lo es menos el hombre que concibió y ejecutó el experimento”. Pero más allá de esto, Frankenstein no le tiene miedo, él lo rechaza por ser único en su especie, es más, ni siquiera tiene especie. Pero a pesar de esto, él aprendió a hablar y lee literatura (Gohete, Milton, Rousseau, entre otros), puede emocionarse con un libro y con la música. Se trata de una criatura bestial con buen oído, buen gusto y muy sensible que le teme a la soledad. Dice Esther Cross, “de él puede decirse que él es solo. Los otros pueden estar solos, pero él es solo”. En esta historia todos le temen a la soledad.

El texto está sobrecargado de detalles, pero en realidad todo está sostenido por fragmentos: la fragmentación y parcialidad de los conocimientos del doctor Frankenstein, los fragmentos que constituyen a la criatura, los fragmentos de la visibilidad del monstruo, dado que siempre hay niebla, o se ve por el fulgor de un rayo o demasiada luz, pero nunca es visto totalmente.  Y esta imposibilidad de verlo totalmente, tiene que ver con su falta de nombre. En el poslogo de la edición de Frankenstein de editorial Colihue se asegura lo siguiente: “así como ver, nombrar se iguala en nuestro modo de conocimiento con entender: la inexistencia de una visión completa de la criatura como su falta de nombre lo colocan más allá de nuestra posibilidad de comprensión, provocando un desafío en la comodidad y tranquilidad con la que nos movemos dentro de las leyes de nuestro mundo”.

Lo que hace el monstruo, más allá de lo que imagina el doctor, es poner en la superficie la pregunta acerca de qué es lo humano y enfrentar a su creador, y al lector, a un replanteo acerca de los categorías de su mundo que, antes de la irrupción de lo fantástico, parecían seguros e inconmovibles. Como Prometeo, Frankenstein sufrirá un terrible castigo. Su criatura se rebelará contra él que será un testigo impotente de la muerte de todos sus seres queridos, antes de morir intentando acabar con su creación”. Sostiene Ospina que Frankenstein, marca la “paradoja central de que haya sido engendrado por una mujer el hombre triste que no nació de mujeres, el homúnculo hecho no solo de carne mortal sino de carne muerta, el ser en quien no alienta un alma sobre-natural sino una descarga eléctrica, el hijo melancólico de esta edad que ya no tiene dioses, sino apenas fuentes de energía”.

La lectura de la obra de Mary Shelley  provoca que el  lector se vea  arrancado de la aparente comodidad y seguridad del mundo conocido y cotidiano y se enfrente con algo extraño. Así se subvierte la visión unitaria al obligarnos a replantear nuestros conocimientos del mundo. Dicha incertidumbre e incomodidad se revela cuando la creación cobra vida y se enfrenta a su creador, quien nunca develará el secreto de cómo lo hizo. Por otro lado, nunca se lo verá morir tampoco, Mary Shelley muestra el cuerpo vivo del monstruo, pero en la historia no hay cadáver de él.

Pero ¿cómo, literariamente, se confirma la creación como algo real en la obra? La novela afirma su existencia a través del discurso del doctor Frankenstein que a su vez es confirmado por Walton. Este a su vez lo escucha y lo cuenta a su hermana por cartas, para que finalmente se encuentre con el monstruo y hable con él antes de irse y perderse para siempre. Es decir, ese juego de cajas chinas entre los relatos, cartas de Walton, relato del doctor Frankenstein y el relato del monstruo, oficia como recurso de verosimilitud del mismo.

¿De qué habla la obra? ¿Qué nos dice de nosotros mismos?

La voz española “monstruo” deriva de la palabra latina “monstrum” que significa “hecho prodigioso o maravilla”, aunque también puede referirse a una advertencia de los dioses. Según Cicerón, en realidad  deriva de “monstro”, es decir,  “mostrar”, un verbo que guarda sólida relación con lo visual. Pero su significado alcanzaría más allá e iría hasta el hecho de “indicar” o “señalar”, es decir como una advertencia. Así, el monstruo creado por Frankenstein puede ser pensado como una advertencia y si no es sobre la criatura misma, quizás lo sea sobre la propia actitud del ser humano.

La dimensión visual de aquello distinto a uno es lo que le indica la presencia del otro. También nos refuerza el hecho de que, coincidentemente, aquello que nos asemeja es el hecho de ser distintos. El monstruo como reflejo deformado o no de nosotros mismos. Nietzsche decía que “cuando uno mira largo tiempo a un abismo, también  este mira dentro de ti”. Lo monstruoso está para ser visto. Mary Shelley creó a Frankenstein y a la criatura para verse en ellos. Nosotros, después de dos siglos, leemos y miramos a la criatura, y sobre todo al Doctor Frankenstein, como nos miramos a nosotros mismos para saber cómo enfrentar nuestros miedos. Hablamos de jugar a algo que no somos, de algo que involucra la incapacidad humana para lidiar con nuestros errores y para aceptar  aquello que es diferente y poder ver la humanidad que existe debajo de todo aquello que etiquetamos como monstruoso.