La cara leyenda de El Dorado

Alentados por poetas y narradores antiguos de Oriente, los españoles llegaron a esta tierra buscando El Dorado. Aquel lugar donde el oro abundaba nunca se encontró. Pero, en el camino de búsqueda, se asesinó un sinnúmero de pueblos originarios de nuestra tierra.

4 de Julio de 2021 10:53

Lugares ficticios han existido desde mucho tiempo atrás. Sin saber exactamente cómo ni cuándo, estos espacios coparon la mente del ser humano que, en su búsqueda, se lanzó a los puntos más remotos del planeta. Muchos arriesgaron su propia vida por ir tras la riqueza prometida o su nombre en la historia.

Generalmente se reconoce que estos espacios son producto de la fantasía de algún poeta o de algún narrador que evoca papiros y restos arqueológicos antiguos. Desde el principio, por la ansiedad y el espíritu aventurero  del ser humano (más sus ansias de poder), se fantaseó con lugares que se consideraron reales: la Atlántida, las tierras de la Reina del Saba, el Dorado, la isla de Salomón, entre otros.

“El Dorado, nuestro país ilusorio, tan codiciado, figura en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos” sostiene Gabriel García Márquez. El Dorado: aquel que nació siendo leyenda y alimentó los sueños de tantos que se acercaron a Sudamérica y se hicieron uno con ella.

Ante la negativa del Oriente próximo de brindar sus riquezas, el aventurero comenzó a mirar, alentado por textos y crónicas aparecidas de otras latitudes y épocas, al Nuevo Mundo con buenos ojos. El Dorado prometía todo lo que no daba aquel Oriente (desde la utopía de la fuente de la juventud, hasta un Edén laico).

Según cuenta Umberto Eco, “La fuente del milagro aparece citada en numerosas leyendas chinas y en un cuento popular coreano la descubren por casualidad dos pobres campesinos: beben un sorbo de dicha fuente e inmediatamente recobran la juventud. Este mito sobrevivió durante toda la Edad Media y luego pasó a América. En aquel continente, se presenta como misionero de la fuente de la eterna juventud Juan Ponce de León, que viajaba en las naves que, con Cristóbal Colón, llegaron a la isla de la Española (la actual Haití). Allí los indios le hablaron de que en una isla existía una fuente capaz de restituir la juventud. Pero la situación de la isla era incierta y abarcaba desde la costa septentrional de América del Sur hasta Florida, pasando por el Caribe. Entre 1512 y 1513, Ponce de León estuvo navegando en vano por todos estos lugares, y lo siguió haciendo hasta 1521, cuando fue herido por una flecha de los indios en las costas de Florida y murió después en Cuba a causa de una infección. Sin embargo, el mito de la fuente no se extinguió con Ponce de León, y el inglés Walter Raleigh (1596) emprendió varias campañas de exploración con objeto de identificar este El Dorado”.

Con el paso del tiempo, la figura de El Dorado pasa de ser la fuente de la eterna juventud a la fiebre por el oro. La obsesión por este motiva y resume la historia de la conquista de América.

Las crónicas y cartas de aquella época muestran los motivos y los resultados. Los hechos históricos lo confirman. Christian Kupchik, en El Dorado y otros mitos del descubrimiento de América, cita las siguientes referencias:

  • “ ‘Ha regresado (Colón) trayendo muestras de muchas cosas preciosas, pero principalmente de oro, que crían naturalmente aquellas regiones…’
  • Escribe en una carta Pedro Mártir al caballero Juan Borromeo, en Barcelona, el 14 de mayo de 1493. Y el mismo Pedro Mártir a Pomponio Leto, el 5 de diciembre de 1494, dice: ‘Cosa admirable, Pomponio. En la superficie de la tierra, cuentan pepitas de oro en bruto, nativas, de tanto peso que no se atreve uno a decirlo. Han encontrado algunas de doscientas cincuenta onzas. Esperan encontrarlas mucho mayores, según lo indican los naturales por señas a los nuestros cuando conocen que estos estiman mucho el oro’.
  • Se llegará incluso a afirmar que en Cumaná: …también hallaron topacios en la playa, pero preocupados con el oro, no se fijan en estas joyas: solo al oro atienden, solo el oro buscan. Por eso la mayor parte de los españoles hace burla de los que llevan anillos y piedras preciosas y motejan el llevarlas, en particular los plebeyos (…) El oro, las piedras preciosas, las joyas y demás cosas de esta clase que acá en Europa reputamos por riquezas, los naturales no las estiman en nada, antes bien las desprecian de todo punto y no hacen diligencia ninguna por tenerlas”

Pero, a pesar de lo nombrado y el oro saqueado, El Dorado como tal no aparecía. Se seguía desafiando a la selva y se seguía asesinando a los pueblos originarios. Sin embargo, aquella fuente tan deseada no se permitía conquistar. Esta obsesión que los movía nunca desapareció de la mente de los conquistadores. Muchos de ellos reconocidos vinieron tras él: Cabeza de Vaca, Jiménez de Quesada, Núñez de Balboa, o Pizarro y fracasaron.

El Dorado, conocido también como Manoa, Tierra del hombre dorado o Tierra de la serpiente de oro, fue lo más soñado y extendido para el conquistador.

Los españoles llegaron a estas tierras pensando que eran las Indias. Su marco de referencia siempre fueron leyendas medievales y los relatos fantásticos de Marco Polo sobre el territorio del Gran Khan. Pero nada de eso había. Y aquí se da lo más interesante. La actitud del español ante este desengaño no es la de revisar su propia idea de realidad, sino que busca en ese componente ideológico medieval, y basado en historias fantásticas asiáticas y europeas, insistir en ella apoyándose en lo que compartían los locales. Por ejemplo, hablaban de Cusqo y para los españoles era una nueva Roma, hablaban de riquezas y para ellos era la confirmación de la ciudad de Cíbola. Hablaban de mujeres guerreras y los conquistadores pensaban en encontrar a las Amazonas que pelearon en Troya.

“Sólo El Dorado puede decirse que fue una leyenda propia del Nuevo Mundo, aunque naciera de otra leyenda europea medieval transportada al Nuevo Mundo: la ciudad dorada de Cíbola. De esta manera, guiados por sus fantasías medievales mantuvieron en alto la esperanza de lograr una fuente de riqueza, metales preciosos y oro, que les sirvió de estimulante verbal atrayendo a incautos sorprendidos en su buena fe, para lograr el patrocinio de ricas expediciones o lograr la construcción de barcos y formular promesas basadas en una tierra especial, un paraíso donde estaban tesoros desconocidos para lo cual solo era necesaria la osadía de buscarlos” describe Antonio Sánchez en su Breve historia de la conquista del El Dorado (La rueca de Penélope – 2015)

En realidad, El Dorado fue cambiando de latitud según la época de búsqueda. En un principio, bajo ese nombre, se reconocía a cualquier provincia abundante en oro. Primeramente se ubicó en los Andes de Nueva Granada, para pasar luego a las fuentes del Río Branco y de Esequibo. Después se buscó en América del Sur, hasta que, coinciden muchos, después de 1650 aproximadamente  dejan de nombrarlo y comienzan a descreer de su existencia o a pensar que, en realidad, se trataba de Cusqo, la capital del imperio Inca.

Al decir de Alexander de Humboldt, “El mito de El Dorado le permite afirmar que ‘la fantasía y el engaño son también aquí consuelo en las grande privaciones y terrenales sufrimientos. La evolución de un lugar sagrado, desde el Cuzco y Cajamarca hasta los Andes orientales, para descender sobre la ciudad de Manoa, va rehaciendo la historia de esta leyenda que fue reelaborándose en muchos lugares de la América extensa y deslumbrante…’ “

Ya con mapas de la zona y mucho territorio desconocido recorrido, se lleva adelante una última expedición en 1775. Los pocos que quedaban creyendo en El Dorado hacen un último intento por su existencia. Pero nadie cree ya en sus riquezas. Lo que había ya se lo llevaron y lo que se buscaba era imposible de hallar. El mito o la leyenda cobra fuerza ya de mito o leyenda. Dejan de buscar, pero lo hecho, hecho está. El dolor y el vacío siguen. “América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de la conquista, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo” dicen las crónicas de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.