Las Caídas: Un viaje a través de voces y abismos íntimos
Las Caídas (Caburé - 2025) es el nuevo libro de cuentos de Carolina Bugnone. Desde las primeras páginas, la obra se resiste a la homogeneidad y despliega un repertorio de voces, ritmos y registros. ¿Es esa diversidad una apuesta arriesgada o el núcleo de su fuerza? Todo indica que este mosaico narrativo es, precisamente, lo que impulsa su intensidad y la belleza inquietante que lo atraviesa.
Las caídas es una obra nacida con un hilo conductor explícito: las mujeres. Sin embargo, la autora confiesa que la cohesión no fue sencilla. Los textos, escritos en distintos momentos y con diferentes pulsos, varían drásticamente: navegan desde la memoria luminosa de la infancia y la adolescencia en Entre Ríos, pasan por el humor negro de un encuentro con Freddy Krueger, hasta adentrarse en territorios francamente oscuros.
Esta diversidad de voces fue lo primero que cautivó. Para la autora, este punto era un desafío. Bugnone se preguntaba si un lector lo percibiría como un "rejunte" o, por el contrario, como un abanico estimulante. El riesgo, asumido con valentía, se convirtió en un acierto: la lectura nunca se estanca en un único relato. El contraste es lo que aviva la llama de la narración, forzando al lector a un constante estado de alerta. No hay monotonía en Las caídas.
Un rasgo distintivo de la colección es la brevedad y potencia de varios de sus relatos, cuentos de una carilla que condensan un universo emocional. “Tiendo a sintetizar mucho, me pasó con Eugenia, calmate. La editora me pidió que escribiera un par de capítulos más, porque estaba muy condensado, porque me sale muy comprimido, es mi tendencia natural”, comentó Carolina Bugnone, atribuyendo esta inclinación a sus primeras lecturas y maestros: Bradbury, Cortázar y García Márquez.
En Las caídas, la síntesis es consciente, pero orgánica. No es solo un proceso de "poda" de frases, sino un impulso primario: las historias nacen condensadas. Solo en el relato más extenso, Ad Infinitum, la autora debió recortar intensamente para honrar la percepción inicial de sus pares en un taller de escritura, quienes sintieron que la historia ya había terminado antes de lo que ella planeaba. La lección es clara: hay que escuchar al texto, incluso cuando este pide ser más conciso de lo que el escritor imagina.
La elección de abrir el libro con La visita es una jugada arriesgada y magistral. Es un cuento "fuertísimo" que obliga a detener la lectura. El efecto es buscado: un cuento que abra el libro y que sea bueno. En este caso en particular, logra que sea bueno y terrible. “Quería arrancar con algo poderoso, porque siempre el primer cuento y el último tienen que ser buenos. Y, además, tenía esa particularidad de ser más luminoso, el mundo de los niños y de la preadolescencia…”, sostiene la autora.
El proceso de escritura de este cuento, en particular, revela el pulso y la tenacidad de la autora. El relato tardó años en encontrar su verdadera forma. “A veces escribo a partir de imágenes que me vienen, como una escena suelta, una sensación. En este caso, era la imagen de una niña. El cuento se llamaba Media hora, y tenía que ver con los caramelos del mismo nombre. En un momento, la niña dice: ‘Sé que me puedo ahogar y se pueden asustar’. Lo había pensado más como un juego, como algo que surgía de la relación entre ella y su madre. Al principio, el cuento era distinto: la niña estaba por caerse, no había ninguna idea de abuso ni nada por el estilo. Sí aparecía un portero que la miraba, pero no había desarrollado esa línea. Era más bien una sensación, una atmósfera que quería transmitir: el extrañamiento de la niña durante una visita a unos tíos lejanos, en una casa que le resultaba ajena. La tía tenía olores particulares, eso sí estaba desde el comienzo. Y la niña se encontraba en riesgo de caerse por una baranda, pero en ese primer borrador, la madre venía y la abrazaba. Había una angustia compartida”, nos dice. Y agrega: “El cuento quedó ahí. No lo presenté a ningún concurso, no lo revisó nadie. Lo retomé varias veces, porque sentía que le faltaba algo. Pensaba: ‘Acá hay algo que no está funcionando, no tiene fuerza’. No lograba llevar al extremo la relación madre-hija, y tampoco se entendía bien por qué. Y entonces, cuatro o cinco años después, fue una mirada para adentro la que le reveló la urgencia: ‘Acá está pasando algo más grave’".
Para lograrlo, ella tuvo que vencer una barrera personal y ética para animarse a que el personaje sufriera la situación que el relato pedía. Fue un acto de "romper el propio prejuicio" de la escritora, de atreverse a llevar la historia a su núcleo más doloroso y potente. Y es ahí, en esas diez o quince líneas finales, donde reside su brutal impacto: la protagonista siente que el peligro mayor no es salvar la galaxia, sino salvarse del que está al lado. La decisión final de la niña, en lugar de permanecer en el lugar de aquella experiencia, es un final tan impactante como memorable.
La decisión de ir a fondo con el horror plantea una pregunta crucial: ¿Se piensa en el lector en esos momentos de quiebre? La respuesta de la autora es firme: "No estoy pensando tanto en el lector, porque eso para mí te nubla la cabeza". La escritora prioriza el "mejor cuento posible", el texto que ha encontrado su verdad, por cruda que sea. Confía en que la autenticidad del relato, ese "golpe" que afecta y no siempre gusta, será más significativo que cualquier cálculo. Este acto de fe en la propia historia es el que le da a La visita su resonancia y su capacidad de ser un "llamado de atención" sobre la vulnerabilidad infantil, un tema que, aunque no fue un objetivo "pedagógico" explícito, la autora lleva muy dentro.
El título, que transforma el singular del cuento central (La caída) en el plural del libro, Las caídas, no es casual. Remite a la línea temática de las mujeres, pero con una profundidad mayor. El plural abarca todas sus acepciones: mujeres que caen (por ser víctimas), pero también aquello que cae por su propio peso (los significados que se revelan, las máscaras que se quitan). Es un título que no busca victimizar, sino explorar la compleja gama de los quiebres y los colapsos. Desde el humor hasta la tragedia, cada relato es una caída en alguna forma de realidad o fantasía, condensando ideas y despertando el pensamiento.
Más allá del "eclecticismo", la autora reflexiona con la honestidad que da la distancia: “Siempre hay un cuento que hubiera trabajado más, una simetría que corregir”, sostiene. Sin embargo, hay una satisfacción profunda por los relatos que sí encontraron su punto de cocción, aquellos trabajados durante mucho tiempo, como Carne fresca y La caída. Esta mezcla de rigor y autocrítica es la marca de una escritora en constante crecimiento. Las caídas va más allá de ser un libro, funciona también como una experiencia sensible sin anestesia, un logro notable en la narrativa de cuentos breves que resonará entre sus lectores.
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