La historia de la madre que buscó justicia y encontró un sistema judicial tan perverso como el asesino de sus hijos
El doble filicidio de Mar del Plata expuso la inoperancia del sistema judicial argentino. Adriana García había advertido sobre la peligrosidad de su exmarido, Ariel Rodolfo Bualo, pero sus súplicas fueron minimizadas y sus denuncias, archivadas por "falta de pruebas" tras el crimen. La Justicia llegó tarde, permitiendo que la violencia escalara hasta el asesinato calculado.
El 15 de noviembre del año 2000, Adriana García recibió una notificación de la Fiscalía Nº 4 de Mar del Plata donde se le informaba que las denuncias que había presentado contra su exmarido por amenazas y agresiones quedaban archivadas por “falta de pruebas”. La indignación fue tremenda: hacía un mes que sus hijos, de apenas dos y cuatro años, habían sido asesinados por ese hombre.
El mensaje era de una frialdad burocrática atroz. "Pensé que era una carta de disculpas, por lo que no habían hecho. Pero me di cuenta de que el sistema judicial es tan perverso como mi exesposo", declaró Adriana en su momento a un medio de comunicación, sintetizando la tragedia del desamparo estatal. Especialistas en violencia doméstica coincidieron en señalar que las víctimas encuentran un muro de incomprensión en los Tribunales bonaerenses. La falta de capacitación en la problemática por parte de magistrados y personal judicial se convierte en un riesgo de vida.
El doble filicidio ocurrió el 17 de octubre en el barrio Peralta Ramos Oeste de Mar del Plata. Ariel Rodolfo Bualo, empleado de seguros de 35 años, tomó un cuchillo de cocina y degolló a sus hijos. Pasó la noche junto a los cuerpos y, al amanecer, llamó a la policía para confesar su crimen.
“Si alguien en la fiscalía me hubiera escuchado dos minutos, habría podido demostrar que era peligroso”, sostuvo Adriana, con la voz quebrada entre la rabia y la congoja, luego del atroz hecho.
Una historia de denuncias ignoradas
La primera advertencia la había hecho en mayo. Adriana había iniciado su denuncia en ese mes, poco después de que Bualo abandonara el hogar conyugal. La separación fue el detonante, un punto de inflexión donde él le confesó estar en tratamiento psiquiátrico por ser un "abusador sexual compulsivo", según sus propias palabras. Tras ocho años de matrimonio y dos hijos en común, Adriana decidió echarlo de la casa.
Desde entonces, su vida se convirtió en un calvario: irrupciones violentas, destrozos, golpes y amenazas. Ella pidió medidas de protección, exclusión del hogar y visitas supervisadas. Nada prosperó, la Justicia nunca respondió.
La noche trágica y el desenlace fatal
El 16 de octubre, Bualo retiró a los niños con la promesa de devolverlos por la tarde. “Los chicos te van a dar una sorpresa para tu cumpleaños”, le dijo antes de irse. El plan era visitar a la abuela y jugar en un pelotero. Pero nunca regresaron.
Adriana comenzó a buscarlos desesperada. A la medianoche, hizo la denuncia en la Comisaría 7ª, pero no la consideraron "pertinente". A la 1:30 de la madrugada del 17, en la Brigada, le informaron que "legalmente no podían acompañarla". A las 2:00, recibió la misma respuesta en la Comisaría 3ª. A las 3:00, la Fiscalía de turno le indicó volver a la Comisaría 7ª.
Mientras recibía la misma negativa en cada una de estas instituciones, la tragedia se iba consumando.
Un juicio que reveló la venganza
En septiembre de 2001, el Tribunal Oral Criminal N.º 3 condenó a Bualo a reclusión perpetua. Los peritos lo describieron como un psicópata que planeó cada detalle: eligió el Día de la Madre y el cumpleaños de su exesposa como marco de su venganza. Los jueces concluyeron que el móvil fue el odio hacia la mujer que lo había abandonado.
El crimen no fue un arrebato: estaba fríamente calculado como un acto de venganza contra la mujer que lo había dejado. Tras asesinar a sus dos pequeños hijos con un cuchillo de cocina, se tendió en la cama y pasó la noche junto a los cuerpos. Solo cuando amaneció decidió llamar a la policía y aguardó, sin resistencia, a que llegaran para detenerlo.
Durante el juicio, los peritos psiquiátricos no dudaron en describirlo y señalarlo como “un ser monstruoso, un psicópata y un perverso”.
La responsabilidad del Estado
Años más tarde, en 2018, la Suprema Corte bonaerense reconoció lo evidente: el Estado había fallado y tuvo responsabilidad en la muerte de los menores. Funcionarios indiferentes, fiscalías inoperantes y una cadena de inacción dejaron a Adriana sola frente a un agresor que ya había mostrado señales de peligro.
La notificación que archivaba sus denuncias llegó cuando sus hijos llevaban un mes muertos. Un símbolo cruel de la desidia judicial.
La historia de Adriana García no es solo la de un crimen atroz, es también la radiografía de un sistema que ignoró advertencias, minimizó denuncias y permitió que la violencia escalara hasta lo irreversible. El doble homicidio de Valentina y Sebastián fue, en definitiva, una tragedia anunciada. Y la Justicia, que debía protegerlos, llegó, una vez más, tarde. Demasiado tarde.
Las mil grullas
En 2016, 0223 entrevistó a Adriana García. Allí relató una historia que nació del dolor y se transformó en símbolo: la de las Mil grullas.
A pocas semanas de cumplirse quince años del asesinato de sus hijos, Sebastián y Valentina, Adriana encontró entre sus pertenencias un libro muy especial: Mil grullas, de Elsa Bornemann, el primero que les había regalado. Ese hallazgo la llevó a recordar la leyenda japonesa que promete conceder un deseo a quien logre plegar mil grullas de papel.
Decidió entonces comenzar a hacer origami como un gesto íntimo de memoria hacia sus hijos. Pronto, familiares y amigos se sumaron a la iniciativa y la cadena de solidaridad se expandió más allá de su círculo cercano. Personas desconocidas enviaron grullas desde distintos rincones del mundo: Alemania, Canadá, Colombia, México, Perú y Estados Unidos. Todas llegaron hasta las manos de Adriana, convertidas en mensajes de afecto y acompañamiento.
“Lo que empezó como una ceremonia personal terminó siendo un acto colectivo. Recibir tantas muestras de cariño me permitió resignificar un duelo que parecía imposible de atravesar”, confesó.
Las grullas multicolores no solo evocan a Sebastián y Valentina, también se alzan como un reclamo: el pedido de una sociedad que garantice los derechos de la infancia y proteja a cada niño y niña frente a la violencia.
“Lamentablemente, hay muchísimos casos como el mío y, aunque se empezó a tomar conciencia sobre la violencia de género de la que son víctimas miles de mujeres en todo el país, aún queda muchísimo por hacer”, reflexionó con 0223, y agregó:
-"Hay tres mil grullas, ¿cuáles son los tres deseos?
-Que quienes se tienen que ocupar de proteger a quienes denuncian violencia de género, lo hagan, que protejan a los niños, que son tan vulnerables. Que no nos dejen solos. Eso. Que no nos dejen solos.”
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