¿Te acordás del corralón que tuvo que dejar de ser "El Inglesito" para sobrevivir a la tensión de 1982?

En un contexto histórico delicado como el de la guerra de Malvinas, un comercio de venta de materiales para la construcción ubicado en Mar del Plata, llamado "El Inglesito", tuvo que cambiar su nombre por "El Indiecito" para evitar tensiones sociales y cumplir con las disposiciones del gobierno de facto, que promovía una mayor expresión de patriotismo.

Quedan pocas imágenes de aquel niño con gorro y una pipa que se mostraba en su fachada.

12 de Octubre de 2025 14:49

Previo al desembarco en Malvinas, a principios de 1982, las radios argentinas cambiaron de sonido de la noche a la mañana: la música en inglés desapareció de las emisiones y el rock nacional ocupó espacios que hasta entonces le habían sido vedados. La orden no fue solo estética, sino una señal política: en la situación que se vivía, lo mejor era volver a las raíces y potenciar el espíritu nacional.

Así, de la noche a la mañana, las carteleras se quedaron sin sus clásicos extranjeros y las emisoras debieron recomponer su programación con urgencia. El corrimiento dio visibilidad masiva al rock y a la canción folklórica que antes habían sido silenciados, pero la recuperación fue ambigua. La misma estructura que había censurado ahora legitimaba esas voces, usándolas como soporte del relato oficial.

Prohibir canciones en inglés no fue solo una decisión estética, sino una estrategia para unificar el discurso público. Pero esta decisión no quedó solamente ahí. Marcas, nombres, carteleras, títulos y otros tantos casos se vieron en la obligación de actualizar sus nombres y sus circunstancias.

Del corralón "El Inglesito" a "El Indiecito"

En Mar del Plata se dio uno de los casos más emblemáticos. En 1982, en plena guerra por las Malvinas, la ciudad parecía redefinir lo que era aceptable.

En ese contexto, un comercio de materiales de construcción, ubicado en la Avenida Luro (un dato llamativo es que su numeración varía en distintos registros), enfrentó una situación insólita: la incertidumbre por su nombre.

Imagen de un remito de El Inglesito.

El corralón era conocido por todos como "El Inglesito" desde hacía mucho tiempo. No era un guiño al Reino Unido ni, mucho menos, porque su propietario fuera oriundo de aquel lugar. Su dueño, Miguel Mañueco, era de origen español y la firma figuraba bajo el nombre legal Empresa Comercial del Norte Sacifia.

Pero aquel título terminó siendo una etiqueta peligrosa en una época como la que se vivía por aquellos años.

Según algunas crónicas de ese tiempo, la tensión se transformó en hechos. Vecinos recuerdan ruidos de piedras contra vidrios, miradas recelosas y conversaciones que se endurecían con la madrugada. Así, cuando el contexto social convierte un nombre en blanco, la decisión más práctica suele ser la más rápida: rebautizarse para continuar abriendo la puerta cada mañana.

Y fue así que, de un día para otro, las letras del frente fueron reemplazadas: "El Inglesito" dejó de serlo y apareció "El Indiecito". Fue un ajuste táctico y simbólico, una manera de evitar malentendidos y proteger el negocio de represalias. Todo un gesto que acompañaba también los cambios que exigía la época.

Pero aquellos cambios de ayer hoy se leen de forma distinta, por supuesto, en un contexto totalmente diferente. El nombre elegido hoy exhibiría una tensión que camina por otro sendero: la mirada sobre la identidad originaria.

A pesar de las distintas direcciones que figuran, así se encuentra la zona donde estaba el corralón hoy en día.

Huellas que quedan

Hoy no existen ni el corralón ni sus nombres en la calle que lo vio. Permanecen las historias: la memoria de un barrio que improvisó soluciones y la anécdota de cómo hasta los nombres debieron alinearse con la época.

Quedan pocas imágenes de aquel niño con gorro y una pipa que se mostraba, así como tampoco de la imagen infantil de "El Indiecito" que la ilustró después.

Hoy aquella zona está poblada por otros comercios, bancos y casas particulares. La historia convirtió este hecho en una más de las tantas anécdotas urbanas de Mar del Plata.